Hay tres motivos muy grandes que nos apremian a ser humildes. La
humildad es necesaria para la creatura, el pecador y el santo. La humildad en
la creatura la vemos en las huestes celestiales, en el hombre antes de la caída,
en Jesús, el hijo del hombre. En nuestra naturaleza caída, pecadora, la
humildad es el único camino a través del cual podemos volver al verdadero
lugar que nos corresponde como creaturas. En la humildad del Santo tenemos
el misterio de la gracia, el cual nos enseña que al perdernos en la grandeza del
amor redentor, la humildad se vuelve en nosotros bendiciones y adoración
eterna. En estas meditaciones, por más de una razón, he dirigido mi atención
casi exclusivamente a la humildad, de la cual, tenemos una gran necesidad
como creaturas.
No es solo que la conexión entre humildad y pecado se ha enseñado con
demasiada abundancia, sino porque yo creo que para la plenitud de nuestra
vida cristiana es indispensable que se le dé importancia a la humildad para
vencer al pecado y para vivir una vida santa. Si Jesús es, en verdad, nuestro
ejemplo a seguir en su gran humildad, nosotros necesitamos entender los
principios en los cuales la humildad está arraigada, y en los cuales
encontramos puntos de confluencia con el Señor, para ser transformados a su
imagen, si en verdad hemos de ser humildes, no solo ante Dios, sino también
ante la humanidad. Si la humildad es nuestra alegría, debemos ver no solo la
vergüenza de la marca del pecado, sino que apartados del pecado, hemos sido
revestidos con la verdadera belleza y bienaventuranza del cielo y de Jesús.
Debemos ver que como Jesús encontró Su gloria en tomar la forma de siervo,
así que cuando Jesús nos dijo: “Y el que quiera ser el primero entre vosotros,
será vuestro siervo,” Jesús simplemente nos enseñó, la bendita verdad, de que
no hay nada mejor o más divino y en verdad celestial, como ser el siervo y
ayudante de todos. El siervo fiel quien toma su verdadero lugar, encuentra
innegable placer en complacer los deseos del maestro y sus invitados.
Cuando nosotros tomamos en cuenta que la humildad es algo
infinitamente más profundo aún que el arrepentimiento, y aceptamos que la
humildad es nuestra participación en la vida de Jesús, entonces empezaremos
a aprender, que la humildad es nuestra verdadera nobleza, y que esta se
prueba al ser el siervo de todos, como la mayor plenitud de nuestro destino,
como seres humanos creados a la imagen de Dios. Cuando miro al pasado, en
mi propia experiencia religiosa, o miro en derredor de la Iglesia de Cristo en
el mundo, me quedo admirado cuando pienso que poco buscamos a la
humildad, a pesar de que es la figura distintiva del discipulado de Jesús.
Desgraciadamente, no necesitamos prueba alguna de que a la humildad no
se le estima como a una virtud singular, cuando no se le encuentra en la
predicación y en el vivir, en el trato diario en el hogar y la vida social, en
nuestra asociación con la comunidad cristiana, en la dirección y en el llevar a
cabo el trabajo de Cristo. La humildad es la raíz de donde las gracias
florecen, la condición indispensable para tener una verdadera comunión con
Jesús. Cabe entonces la posibilidad para el hombre, de decir a todos aquellos
que buscan una gran santidad, que la profesión no viene acompañada con un
aumento de humildad, sino que es un llamado a gritos a todos los cristianos
que en verdad se precien de serlo. Sin embargo, mucho o poco de verdad que
haya en la imputación, la mansedumbre y la humildad del corazón son la
principal marca por la cual, ellos que siguen al manso y humilde cordero de
Dios, deben ser conocidos.
“Los veinticuatro ancianos se postran
delante del que está sentado en el trono, y adoran al que vive por siempre y
para siempre, poniendo sus coronas ante el trono, y diciendo: Digno eres tú,
Señor y Dios nuestro, Santo, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque
tú has creado todas las cosas y por ti existen, y por tu voluntad han llegado a
ser y fueron creadas.”
—Apocalipsis 4:10-11—
Cuando Dios nuestro Señor creó el universo, lo hizo con el objeto de hacer
participar a la creatura de Su perfección y todas sus bendiciones, mostrando
en él la gloria de Su amor, sabiduría y poder. El deseo de Dios era revelarse
así mismo en, y través de los seres creados, para comunicarles de Su propia
bondad y de Su gloria, tanto como ellos fuesen capaces de recibir de Dios.
Pero esta comunicación no le fue dada a la creatura como algo que ella
pudiera poseer en sí misma, una cierta vida o una cierta bondad, que la
creatura por sí misma pudiera poseer o disponer. De ninguna manera, sino
que Dios, y su Hijo Cristo Jesús, quien vive eternamente, presente
eternamente, que eternamente actúa; el Dios único, que sustenta todas las
cosas con el poder de Su palabra, y en quien todas las cosas existen sustenta
Su relación con la creatura, quien depende de Dios de manera absoluta,
constante y universal.
Tan verdadera es esta dependencia como es el poder creador de Dios, tan
verdadera, que por su mismo poder Dios mantiene esta relación
constantemente. La creatura no solamente tiene que voltear a ver el origen y
el principio de la existencia, sino reconocer que es desde ahí, que le debe
todo a Dios. El cuidado que Dios le da con predilección, su más alta virtud,
su única felicidad, ahora y por toda la eternidad, es presentarse a sí mismo
como un recipiente vacío, en el cual Dios pueda morar y manifestar Su poder
y Su bondad. La vida que Dios nos da, no nos la ha impartido de una vez por
todas, sino en cada momento, continuamente, por la constante operación de
Su gran poder. La humildad es el lugar de entera dependencia de Dios. Por
esto, la humildad, desde lo más profundo de la naturaleza de las cosas es el
primer deber y la más grande virtud de la creatura, y es la raíz de toda
virtud.
También el orgullo, o la pérdida de la humildad, es la raíz de todo pecado
y maldad. No es sino cuando los ángeles caídos se empezaron a ver a sí
mismos con autocomplacencia que entonces, ellos desobedecieron, y fueron
arrojados de la luz del cielo a la obscuridad exterior. Aún cuando la serpiente
respiró el veneno de su orgullo, fue el deseo de ser como Dios en los
corazones de los primeros padres, lo que hizo que ellos también cayeran del
elevado estado en que se encontraban en el cielo, al estado de gran miseria
espiritual en el cual el ser humano está sumergido. Tanto en el cielo, así como
es en la tierra, el orgullo, la auto-exaltación, es la puerta, el verdadero
nacimiento, y la maldición del infierno, (Ver Nota A del autor).
De ahí que, como consecuencia, nada puede ser nuestra redención, sino la
restauración de la humildad perdida, de la relación original y verdadera de la
creatura con Dios. Y por eso, Jesús Cristo vino a traer a la humildad de
regreso a la tierra, para hacernos partícipes de ella. En el cielo, Jesús se
humilló a sí mismo para hacerse hombre. La humildad que vemos en Él ya la
poseía en el cielo; la humildad lo trajo a la tierra; Jesús trajo la humildad del
cielo. Aquí en la tierra Jesús se humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la
muerte; la humildad de Jesús le dio a Su muerte en la cruz su valor, y también
se convirtió en nuestra redención. Empero, ahora la salvación que Jesús
imparte no es nada menos ni nada más que la comunicación de Su propia
vida y de Su muerte, Su propia disposición, Su espíritu, y Su propia
humildad, como la base y la raíz de Su relación con Dios y de Su trabajo
redentor. Jesús tomo el lugar de nosotros y completó el destino del hombre,
como una creatura, por medio de Su vida de perfecta humildad.
La vida de los que son salvos, de los santos, debe tener en sí misma este
sello de la liberación del pecado, y de la completa restauración de la creatura
a su estado original; los santos deben tener en su relación con Dios y el
hombre, el sello impregnado de humildad. Sin la virtud de la humildad, no
hay verdadera permanencia en la presencia de Dios, ni obtener Su favor, ni el
poder de Su Espíritu; sin la humildad, no pueden haber fe, ni amor, gozo, o
fuerza alguna que sean duraderas. La humildad es la única tierra en la cual las
gracias pueden tener raíz; la falta de humildad explica suficientemente todo
defecto y falla.
La humildad no es una gracia o cualquier virtud, sino la raíz de todo,
porque la humildad por sí misma nos da la actitud correcta ante Dios, y le
permite a Dios hacerlo todo. Dios nuestro Señor quien nos creó como seres
con razón, por lo que mientras más verdadera sea nuestra percepción dentro
de la verdadera naturaleza o de la absoluta necesidad de Su autoridad, lo más
dispuestos estaremos y más completa será nuestra obediencia a Dios. Al
llamado de Dios a la humildad se le ha dado muy poca importancia en la
Iglesia, porque se comprende muy poco la verdadera naturaleza de la
humildad y cuál es su importancia. La humildad no la traemos a Dios, y no es
algo que Él confiera; es simplemente un estado de total vacío, el cual viene
cuando vemos como verdaderamente Dios lo es todo, dejando el camino libre
para que Dios nos llene por completo. La creatura al darse cuenta que esta es
la verdadera nobleza, consiente con su voluntad, con su mente, y con sus
afectos, a ser moldeada, a ser el vaso en el cual la vida y la gloria de Dios
trabajan y se manifiestan a sí mismas.
La creatura se da cuenta que la humildad es simplemente el reconocer su
verdadera posición como creatura y el darle a Dios nuestro Señor su lugar. En
las vidas de aquellos cristianos verdaderamente comprometidos, de aquellos
quienes buscan y profesan la santidad, la humildad debe de ser el sello
principal de su rectitud. Sin embargo, frecuentemente se ha dicho que esto no
es así. ¿Acaso, pudiera ser la razón que en la enseñanza y en el ejemplo de la
Iglesia, la humildad nunca ha tenido el lugar de importancia suprema que le
pertenece? ¿Y que no es verdad que esto, debe decirse una vez más, se debe a
la gran negligencia de esta verdad, que al ser tan fuerte el pecado, nos debiera
motivar a ser humildes?
Hay un motivo aún más grande, que debe ejercer una poderosa influencia
para ser humildes, que es aquello que hace a los ángeles de Dios, aquello que
hace de Jesús, aquello que hace a los más santos de entre los santos, el ser tan
humildes; ¿No es a acaso la humildad sino el primer y principal sello de la
relación de la creatura con Dios, el secreto de su bienaventuranza, de hacerse
nada, para dejar a Dios libre de ser todo en la creatura?
Yo estoy seguro que hay muchos que confesarían que su experiencia
como cristianos ha sido como la mía, en cuanto a que conocemos al Señor de
mucho tiempo, y no nos hemos dado cuenta que la mansedumbre y la
humildad de corazón son las características distintivas del discípulo así como
lo fueron del Maestro Jesús. Y por lo consiguiente, que esta humildad no es
una cosa que vendrá por sí misma, sino que se le debe hacer objeto de deseo
especial, de oración, de fe, y de práctica. Cuando estudiemos la palabra de
Dios, veremos con que distinción y con qué frecuencia se repiten las
instrucciones que Jesús Cristo da a sus discípulos sobre este asunto de la
humildad, y cuan lentos fueron en entender a Jesús. Tenemos que admitir,
desde el principio de nuestras meditaciones, que no hay, nada más natural al
ser humano, nada más insidioso, y nada más escondido a nuestra vista, o nada
más complejo y peligroso, que el orgullo. Debemos tener una gran
determinación y perseverancia, esperando en Dios y en Jesús, lo que nos
permitirá descubrir como carecemos de la gracia de la humildad, y que
impotentes somos de obtener lo que buscamos.
Estudiemos el carácter de Jesús Cristo hasta que nuestras almas se llenen
con gran amor y admiración por Su humildad. Creamos que, cuando estemos
derrumbados bajo la sensación de nuestro orgullo, y nuestra impotencia para
arrojarlo de nosotros, Jesús mismo vendrá a impartirnos Su gracia también,
como una parte de la vida maravillosa de Jesús dentro de nosotros.
“Y haya en ustedes este modo de
pensar que también hubo en Jesús Cristo, quien siendo a la imagen de Dios
no consideró el aferrarse a ella, siendo que es igual a Dios, sino que
despojándose a sí mismo, tomó la semejanza de un siervo, y fue semejante a
los hombres, y hallándose en la semejanza de hombre, se humilló a sí mismo,
siendo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual también Dios
lo exaltó.”
—Filipenses 2:5-9a—
Ningún árbol puede crecer salvo de la raíz de la cual ha brotado. A través
de toda su existencia el árbol solo puede vivir con la vida que estaba en la
semilla que le dio vida. La total comprensión de esta verdad y su aplicación
al primero y segundo Adán, no puede más que ayudarnos grandemente a
entender ambas: la necesidad, y la naturaleza de la redención que es en Jesús.
Es el orgullo el que hace necesaria la redención; es por nuestro orgullo que
nosotros necesitamos sobre todo ser redimidos. Por lo que, nuestra
comprensión de la necesidad de la redención dependerá grandemente de
nuestro conocimiento de la naturaleza terrible del poder que ha entrado en
nuestro ser.
Ningún árbol puede crecer salvo de la raíz de la cual brotó. El poder que
Satán trajo del infierno, y que arrojo en la vida del hombre, está trabajando a
diario, a todas horas, con grandioso poder en todo el mundo. Los seres
humanos sufren por ello; ellos le tienen miedo y luchan, y huyen de ese
poder; y sin embargo, no saben de dónde este poder viene, y de donde
adquirió esta terrible supremacía. Por lo que no es de extrañar que los seres
humanos no sepan cómo o donde se le puede vencer.
El orgullo tiene su raíz y fuerza en un terrible poder espiritual, está fuera
de nosotros así como dentro de nosotros; tan necesario es que nosotros
confesemos y detestemos nuestro orgullo, como lo es saber que su origen es
satánico. Si esto nos lleva a una desesperanza total, de que alguna vez
podamos conquistar al orgullo o arrojarlo de nosotros mismos, cuanto antes
nos debe llevar al poder sobrenatural en el cual solamente se encuentra
nuestra liberación, la redención del Cordero de Dios. En esta batalla, es
imposible hacerlo todo por uno mismo y contra el orgullo dentro de nosotros
puede en verdad, hacerse aún más desesperada, cuando pensamos en el poder
de la obscuridad detrás de todo.
En vez de la desesperación total, nos sentaría mejor el darnos cuenta y
aceptar un poder y una vida fuera de nosotros también, la humildad que bajo
del cielo y que nos trajo el Cordero de Dios, para expulsar a Satán y su
orgullo. Ningún árbol puede crecer sino sobre la raíz de la cual brotó. Aún
cuando necesitamos ver al primer Adán y su caída para conocer el poder del
pecado dentro de nosotros, necesitamos conocer bien al segundo Adán y su
poder para obtener dentro de nosotros una vida de humildad tan real,
permanente y dominante como ha sido el orgullo en nosotros.
Nosotros tenemos nuestra vida por y en Cristo, tan verdadera, sí, más
verdadera, que aquella obtenida por y en Adán. Nosotros debemos caminar
“enraizados en Él,” estando unidos a Jesús Cristo, la Cabeza, de quien todo el
cuerpo crece con un crecimiento que es de Dios. La vida de Dios, la cual en la
encarnación entró a la naturaleza humana, es la raíz en la cual debemos
apoyarnos y crecer; es el mismo poder todopoderoso que trabaja ahí, y desde
ahí a la resurrección. Es el poder que trabaja diariamente en nosotros. Nuestra
única necesidad es el estudio, conocimiento y confianza en la vida que nos ha
sido revelada en Cristo como la vida que es ahora nuestra, y que espera de
nuestro consentimiento para ganar posesión y dominio de todo nuestro
ser.
Visto así, es de gran importancia que tengamos pensamientos correctos de
quien es Jesús, que es realmente lo que constituye el Cristo, y especialmente
cuál es su principal característica, es decir, la raíz y esencia de todo Su
carácter como Redentor. Solamente puede haber una respuesta: Es Su
Humildad. ¿Qué es la encarnación? ¿No es acaso Su humildad celestial, Su
vaciarse a sí Mismo y hacerse hombre? ¿Qué es Su vida sobre la tierra sino
Su humildad?; ¿sino hacer Su vida a semejanza de un siervo? ¿Y que es Su
sacrificio sino la humildad de Cristo Jesús? “Él se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte.” ¿Y que es Su ascenso al cielo y Su
gloria, sino humildad exaltada en el trono y coronada con gloria? “Por lo cual
Dios también lo exaltó hasta lo sumo.” En el cielo, donde estaba Jesús con el
Padre, en Su nacimiento, en Su vida, en Su muerte, en Su sentarse en el
trono, es todo humildad y nada más que humildad. Jesús es la humildad de
Dios encarnada en naturaleza humana; Jesús es el Amor Eterno humillándose
a sí mismo, vistiéndose con el atuendo de mansedumbre y gentileza, para ser
victorioso, servir y salvarnos.
El amor y el Señorío de Dios lo hacen el benefactor, el socorro y siervo de
todos, así es que nuestro Señor Jesús Cristo, en verdad, fue la Humildad
Encarnada. Así también, Él está todavía en la plenitud del trono, el manso y
humilde Cordero de Dios.
Si esta es la raíz del árbol, su naturaleza debe estar en cada rama, en cada
hoja, y fruta. Si humildad es la primera, la toda— gracia inclusive de la vida
de Jesús, —si humildad es el secreto de Su expiación, entonces, la salud y
fuerza de nuestra vida espiritual dependerá enteramente en poner esta gracia
en primer lugar, y de hacer de la humildad la cosa principal que admiramos
en Jesús, la principal cosa que le pedimos, la única cosa por la cual
sacrificamos todo lo demás, (Ver Nota B del Autor). ¿Acaso nos es de
extrañar, que la vida cristiana sea tan frecuentemente débil y sin fruto, cuando
a la mismísima raíz de la vida de Jesús Cristo se le ha tratado con negligencia
o nos es desconocida?
¿Es acaso de extrañar que se sienta tan poco el gozo de la salvación,
cuando la humildad que la salvación trajo a nosotros y en la que Cristo fundo
nuestro gozo se le busca poco? Hasta que la humildad descanse en nada más
que en la muerte y fin del ego; en la renuncia al honor humano como Jesús
hizo, para buscar el honor que viene solo de Dios; él cual absolutamente se
hace y se cuenta a sí mismo como nada, para que Dios lo sea todo, para que
solamente Dios sea exaltado,—hasta que tal humildad sea la que buscamos
en Cristo, por encima de nuestra principal alegría, y que le demos la
bienvenida sin importar el precio; sin ello, hay muy poca esperanza de una
religión que pueda conquistar el mundo.
No puedo dejar de pedir al lector que haga una pausa, y si fuese posible,
que su atención se dirija especialmente a la necesidad de la humildad dentro
de él o en derredor de él, y se pregunte, si ha visto mucho del espíritu de
mansedumbre y humildad del Cordero de Dios en aquellos que son llamados
por Su Nombre. Considere el lector como todos quieren amor, pero muestran
indiferencia a las necesidades de otros, de sus sentimientos, y de sus
debilidades. Por esto, ellos hacen juicios que son penetrantes y aseveraciones
apresuradas, invocando frecuentemente la excusa de que son totalmente
honestos y rectos. Todas aquellas manifestaciones de temperamento, de
hipersensibilidad y de irritación; todos los sentimientos de amargura y
desavenencia, tienen su raíz en el orgullo que aún se busca a sí mismo. Por
esta razón, los ojos del lector se abrirán al ver cuán obscuro, empero, debiera
yo decir, cuan endemoniado es el orgullo, que se arrastra en casi todos lados,
sin hacer excepción de las congregaciones de los santos.
Que el lector comience a preguntarse cuál sería el efecto, si en el mismo y
también en derredor de él, si hacia los santos compañeros y hacia el mundo,
los creyentes fueran realmente, y permanentemente guiados por la humildad
de Jesús Cristo; ¡Y permítase el lector decir, si el lamento de nuestro corazón,
de noche y de día, debería de ser, por la humildad de Jesús, en él mismo y en
aquellos que están en derredor suyo! Permítase el lector honestamente fijarse
en su corazón y en su propia falta de humildad, la cual ha sido revelada en la
semejanza con la vida de nuestro Señor Jesús, y en el carácter entero de Su
redención; y entonces, el lector empezara a sentir como si realmente nunca
hubiera conocido lo que Cristo y Su salvación es.
¡Creyente! Estudia la humildad de Jesús. Este es el secreto, es la raíz
escondida de tu redención. Sumérgete en ella más profundamente día a día.
Cree con todo tu corazón que este Cristo, quien Dios te ha dado, quien aún en
Su divina humildad llevo a cabo el trabajo en ti, entrará a morar y trabajar
dentro de ti, y ¡hará lo que el Padre quiera hacer de ti!
“Más yo estoy entre vosotros como el que
sirve.”
—Lucas 22:27—
El evangelio según San Juan, deja al descubierto la vida interior de Jesús
Cristo. Nuestro Señor habla frecuentemente de Su relación con Dios Padre,
los motivos que lo guían, de Su conocimiento del poder y el espíritu en los
cuales Dios actúa. Aunque la palabra humilde no ocurre en el evangelio
según San Juan, en ningún otro lugar en la sagrada escritura veremos con
mayor claridad en que consistió Su humildad.
Hemos dicho que esta gracia es en verdad nada más que el simple
consentimiento de la creatura para dejar que Dios lo sea todo, en virtud de la
cual la creatura se rinde solamente al trabajo de Dios. En Jesús vemos como
el Hijo de Dios tanto en el cielo, y como hombre en la tierra, tomó un lugar
de entera subordinación, dando a Dios el honor y la gloria que le es debida a
Él. Y lo que Jesús enseño tan frecuentemente fue lo que en verdad a Él le fue
hecho: "El que se humilla será exaltado." Como fue escrito: “Él se humilló a
sí mismo, por lo tanto Dios lo exaltó a lo sumo.”
Escucha las palabras con las cuales Jesús Cristo habla de Su relación con
Dios Padre, y mira como incesantemente Jesús Cristo, usa las palabras no,
nada, refiriéndose a Sí Mismo. "Él no soy Yo," con el cual Pablo expresa su
relación con Jesús Cristo, es el mismo espíritu con el cual Jesús Cristo
expresa Su relación con el Padre.
“No puede el Hijo hacer nada por sí mismo” (Juan 5:19).
“No puedo yo hacer nada por Mí mismo; según oigo, así juzgo; y Mi
juicio
es justo, porque no busco Mi voluntad,” (Juan 5:30).
“Gloria de los hombres no recibo,” (Juan 5:41).
“Porque he descendido del cielo, no para hacer Mi voluntad,” (Juan 6:38).
“Mi doctrina no es mía,” (Juan 7:16).
“No he venido de Mí mismo,” (Juan
7:28).
“Nada hago por Mí mismo,” (Juan
8:28).
“No he venido de Mí mismo, sino que Él me envió,” (Juan 8:42).
“Yo no busco Mi gloria,” (Juan 8:50).
“Las palabras que yo os hablo, no las hablo por Mi propia cuenta,” (Juan
14:10).
“La palabra que habéis oído no es Mía,” (Juan 14:24).
Estas palabras nos muestran las raíces más profundas de la vida de Cristo y
de Su trabajo. Sus palabras nos dicen cómo fue que el Dios Todopoderoso,
fue capaz de hacer Su grandioso trabajo de redención a través de Él. Las
palabras de Jesús Cristo nos muestran como consideró el estado del corazón
al hacerse al corazón del Padre como Hijo de Dios. Sus palabras nos enseñan
cual es la vida y esencia de la naturaleza de la redención que Cristo consiguió
y ahora nos comunica; es esto: Jesús fue nada, para que Dios lo fuera todo.
Jesús Cristo renunció a sí mismo totalmente con Su propia voluntad y Su
poder para que el Padre trabajara en Él. De Su propio poder, de Su propia
gloria, de toda Su misión, con todos Sus trabajos y Sus enseñanzas, —de todo
esto Él dijo, No soy yo; Yo soy nada; Me he dado a Mi mismo para que el
Padre trabajé en Mí; Yo soy nada, el Padre lo es todo.
Cristo encontró en esta vida de entera abnegación, de absoluta sumisión y
dependencia a la voluntad del Padre, paz perfecta y gozo. Él perdió nada al
darlo todo a Dios. Dios honró Su confianza, e hizo todo por Él, y entonces lo
exaltó a Su mano derecha en gloria. Y porque Cristo se humilló así ante Dios,
y siempre estuvo delante de Él; Jesús halló posible el humillarse a sí mismo
ante los hombres también, y ser el Siervo de todos. Su humildad fue
simplemente el renunciar a sí Mismo ante Dios, para permitir a Dios hacer en
Él lo que quisiera, cualquier cosa que los hombres dijeran de Él, o le
hiciesen.
Es en este estado de la mente, en este espíritu y disposición, que la
redención de Cristo tiene su virtud y eficacia. Para traernos a esta disposición
somos hechos participes de Cristo. Esto es verdaderamente el negarse a sí
mismo, a lo cual nuestro Señor Jesús Cristo nos llama; que es el reconocer
que el ego no tiene nada de bueno en sí mismo, salvo como un vaso vacío el
cual Dios debe llenar, aunque su petición de ser o hacer cualquier cosa no se
le permita por el momento. Es en esto, por sobre todas las cosas, que la
conformidad de Jesús Cristo consiste en el ser y hacer nada por nosotros
mismos para que Dios lo sea todo.
Aquí tenemos la raíz y la naturaleza de la verdadera humildad. Es porque no
se le ha entendido, o se le ha buscado, que nuestra humildad es tan superficial
y débil. Debemos aprender de Jesús, de Su mansedumbre y humildad de
corazón. Jesús Cristo nos enseña de donde viene y en donde se encuentra la
fuerza de la verdadera humildad, en el conocimiento de que es Dios quien
trabaja todo en todos, por lo que nuestro deber es rendirnos a Él en perfecta
renuncia y con total dependencia, con absoluto consentimiento de ser y hacer
nada por nosotros mismos. Si sentimos que esta vida está demasiado elevada
para nosotros y más allá de nuestro alcance, con mayor razón ese sentimiento
nos debe instar a buscar la vida en Jesús; es Cristo morando en nosotros,
quien vive en nosotros esta vida de mansedumbre y humildad.
Si anhelamos la humildad, por encima de cualquier cosa, busquemos el
secreto santo del conocimiento de la naturaleza de Dios; como Él en cada
momento trabaja todo en todos; el secreto, del cual toda la naturaleza y cada
creatura, y que, por encima de todo, cada hijo de Dios es el testigo; esto es,
nada más que un vaso, nada más que un canal, a través del cual, el Dios
viviente puede manifestar las riquezas de Su sabiduría, poder y bondad. La
raíz de toda virtud y gracia, de toda fe y adoración aceptable, es que sabemos
que no tenemos nada más que lo que recibimos de Él, y con reverencia
esperamos en Dios con la más profunda humildad.
Porque esta humildad no era solo un sentimiento temporal, fue que la
humildad se despertó y se ejercitó cuando Jesús pensó en Dios. Más bien la
humildad fue el espíritu de toda Su vida, siendo Jesús tan humilde en sus
relaciones con las personas como con Dios. Jesús se sintió así mismo el
Siervo de Dios Padre para el género humano a quien Dios creó y amo; como
consecuencia natural, Jesús se vio a sí mismo, como el Siervo de la
humanidad, que a través de Él, Dios realizaría Su trabajo de amor. Él nunca
por un momento pensó en recibir Su honor, o en apropiarse Su poder para
reivindicarse a sí Mismo. Todo su espíritu fue el de una vida rendida a Dios
para que Dios trabajase en ella.
No es sino hasta que los cristianos estudian la humildad de Jesús como la
verdadera esencia de Su redención, como la verdadera bienaventuranza de la
vida del Hijo de Dios, como la única y verdadera relación con el Padre, y por
lo tanto como aquella que Jesús nos debe dar si deseamos tomar parte con Él,
que nos damos cuenta de nuestra terrible falta de humildad verdadera y
celestial. Es la falta humildad lo que convierte en una carga y sufrimiento
nuestra religión y la hace ordinaria, echándola de lado, hasta que
consideramos, que la humildad es el primer y principal sello de que Cristo
vive dentro de nosotros.
Hermano, ¿Estas vestido con humildad? Pregunta a tu vida diaria,
pregunta a Jesús, pregunta a tus amigos, pregunta al mundo, y empieza a
alabar a Dios que está disponible para ti en Jesús. Esta es una humildad
celestial de la cual has conocido muy poco, y que por medio de ella, es
posible obtener de Dios una bienaventuranza que todavía no pruebas, pero
que puede venir a ti del cielo.
“Aprended de mí, que soy manso y humilde
de corazón,”—Mateo 11:29. “El que quiera ser el primero entre vosotros será
vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para
servir.”
—Mateo 20:28-29—
Hemos visto la humildad en la vida de Jesús Cristo, así como Él nos abrió
Su corazón divino, escuchemos también sus enseñanzas. Ahí, nosotros
escucharemos como Jesús habla de la humildad, y que tan lejos Jesús Cristo
espera que la humanidad y especialmente sus discípulos, tomemos la
enseñanza de ser humildes como Él lo fue en todo. Estudiemos
cuidadosamente los pasajes, los cuales apenas no puedo hacer más que citar,
para recibir la impresión de cuan frecuentemente y cuan seriamente Jesús
Cristo enseñó la virtud de la humildad; esto nos ayuda a entender que es lo
que Jesús Cristo nos pide.
1. Observa el principio del ministerio de Jesús en las Beatitudes con las
cuales, el Sermón de la Montaña abre, Cristo dice: Bienaventurados los
pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.
Las primeras palabras de la proclamación del Reino del Cielo, revelan la
puerta abierta a través de la cual entramos. El Reino viene a los pobres,
quienes no tienen nada. La tierra será del manso. Las bendiciones del cielo
y de la tierra serán para el humilde. Es la humildad el preciado secreto de
todas las bendiciones para la vida terrena y la vida en el cielo.
2. Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis
descanso para vuestras almas. Jesús se ofrece a sí mismo como Maestro.
Jesús nos dice lo que el espíritu es en Jesús como Maestro, y lo que
nosotros podemos aprender y recibir de Él. Mansedumbre y humildad es lo
que Jesús nos ofrece; en ello encontraremos el descanso perfecto del alma.
La humildad es nuestra salvación.
3. Los discípulos habían estado discutiendo quien sería el más grande en el
reino, y se habían puesto de acuerdo para preguntarle al Maestro, (Lucas
9:46; Mateo 18:1). Él puso
a un niño en medio de ellos,
y dijo,
Cualquiera
que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos.
¿Quién es el mayor en el reino de los cielos? La pregunta es en verdad, de
gran alcance. ¿Cuál sería la mayor distinción en el reino celestial? La
respuesta la da Jesús Cristo mismo. La gloria principal del cielo, la verdadera
conciencia celestial, la mayor de todas las gracias, es la humildad. El que es
más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande.
4. Los hijos de Zebedeo le habían pedido a Jesús sentarse a Su derecha e
izquierda, el más alto lugar en el reino. Jesús dijo que no era ÉL, sino el
Padre quién lo concedería, quién se lo daría a aquellos para quienes estaba
preparado. Ellos no deberían buscarlo o pedirlo. Su pensamiento en cambio
debería de ser, el de la copa y el bautismo de humillación. Y entonces, Él
añadió, El que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo;
como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, (Mateo
20:27- 28). La humildad, como es el sello celestial de Cristo, será el sello
estándar de gloria en el cielo; él que es más humilde es él que está más
cercano a Dios. Es el más humilde al que se le promete la primacía en la
Iglesia.
5. Hablando de la multitud y de los discípulos, de los fariseos y de su amor
por ocupar los principales asientos, Cristo dijo una vez más, El que es el
mayor de vosotros, sea vuestro siervo, (Mateo 33:2). Humildad es el único
escalón de honor en el reino de Dios.
6. En otra ocasión, en la casa de un fariseo, Jesús dijo la parábola del
comensal que sería invitado a un lugar del más alto honor, y añadió:
Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla,
será enaltecido, (Lucas 14:11). La demanda es inexorable; no hay otra
manera. Solo siendo humilde es como se es exaltado.
7. Después de la parábola del fariseo y el publicano, Jesús habló otra vez:
Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será
enaltecido, (Lucas 18:14). En el templo y en presencia y adoración de Dios,
nada vale la pena sino esta permeado de una profunda, verdadera humildad
hacia Dios y los hombres.
8. Después de lavar los pies de los discípulos Jesús dijo: Pues si yo, el Señor
y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los
pies los unos a los otros, (Juan 13:14). La autoridad del mandamiento y el
ejemplo de Jesús Cristo, todo pensamiento, ya sea de obediencia o de
conformidad, hace a la humildad el primer y más esencial elemento del
discipulado.
9. En la mesa de la Santa Cena, los discípulos todavía se estaban disputando
quien sería el mayor de ellos. Jesús dijo: Sea el mayor entre vosotros como
el más joven, y el que dirige, como el que sirve, (Lucas 22:26). El sendero
por el cual Jesús caminó, que Él nos abrió, y en el que forjó la salvación, y
en el cual Jesús nos salva, es siempre la humildad que nos hace siervos de
todos.
¡Que poco la humildad es predicada! Que poco se le práctica. Que poco se
siente o se confiesa la falta de la humildad. No digamos ya, que pocos
obtienen alguna medida reconocible de la semejanza de Jesús Cristo en Su
humildad. Pero cuan pocos son los que piensan en hacer de la humildad un
objeto distintivo de continuo deseo o de oración. ¡Que poco el mundo ha
visto a la humildad, aún en el círculo interior de la Iglesia!
“El que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo.”
¡Quiera Dios que a nosotros nos sea dado creer que Jesús verdaderamente lo
dice en serio! Todos sabemos cuál es el carácter de un sirviente fiel o de un
esclavo. Devoción a los intereses del maestro, estudio reflexivo y cuidadoso
para agradarle, deleitarse en su prosperidad, honor y felicidad. Hay siervos
sobre la tierra a quienes se les ha visto esta disposición, y a quienes el
nombre de siervo no ha sido otra cosa más que gloria. Para cuántos de
nosotros no ha sido más que un nuevo gozo en nuestra vida cristiana, el saber
que cuando nos rendirnos como siervos, como esclavos de Dios, hemos
encontrado la libertad más grande al estar a Su servicio, la libertad del pecado
y del ego.
Necesitamos ahora aprender otra lección, —que Jesús nos llamó a ser
siervos los unos de los otros, y al aceptar el ser siervos con todo el corazón,
obtendremos también mucha bendición, con una nueva y aún más completa
libertad del pecado y del ego. Al principio nos parecerá difícil; esto es, solo
porque el orgullo se estima así mismo como algo de valor. Una vez que
aprendemos que el ser nada ante Dios es la gloria de la creatura, el Espíritu de
Jesús y la alegría del cielo, le daremos la bienvenida con todo el corazón a la
disciplina de la cual nos servimos, aún cuando haya algunos que traten de
fastidiarnos.
Cuando nuestro corazón está dispuesto de esta forma a la verdadera
santificación, entonces deberemos estudiar cada palabra de Jesús Cristo sobre
la humildad con nuevos ánimos, ningún lugar será demasiado bajo, ni
demasiado profundo, y ningún servicio será demasiado mezquino o
demasiado prolongado. Pero lo menos que podemos hacer es compartir y
probar el compañerismo con Él, quien dijo, “Mas yo estoy entre vosotros
como el que sirve.” Hermanos, aquí está la senda a la vida más alta. ¡Abajo y
todavía más abajo! Esto es lo que Jesús siempre dijo a los discípulos quienes
pensaban en ser grandes en el reino, y de sentarse a su mano derecha y a su
izquierda. No busques, no pidas ser exaltado; eso es el trabajo de Dios; busca
en cambio, el avasallarte y el ser humilde, y no tomes ningún lugar delante de
Dios o del hombre, sino el lugar de un siervo; ese es tu trabajo; deja que sea
ese tu único propósito y tu oración. ¡Dios es fiel! Tal como el agua solo busca
y llena los lugares más bajos, así es en el momento en que Dios encuentra a la
creatura humilde y vacía. Su gloria y poder fluyen para exaltar y bendecir. El
humillarse así mismo, —ese debe ser nuestro único cuidado; por Su gran
poder y en Su gran amor, ¡Él lo hará!
Los seres humanos algunas veces hablan, como si la humildad y la
mansedumbre nos robaran de todo aquello que es noble, audaz y varonil.
¡Ay! ¡Qué todos creyeran que esta es la nobleza del reino de los cielos, que
este es el espíritu de la realeza que el Rey del cielo nos mostró, que esto es
ser parecido en la humildad a Dios, en ser humilde, para convertirse en el
siervo de todos! Esta es la senda de la alegría y de la gloria de la presencia de
Cristo siempre presente en nosotros; Su poder siempre reposando en nosotros.
Jesús, el manso y humilde, Uno con Dios, nos llama a aprender de Él la
senda que lleva a Dios. Estudiemos las palabras que hemos leído, hasta que
nuestro corazón se llene con el pensamiento de ellas; mi única necesidad es la
humildad. Y creamos que lo que Jesús Cristo nos muestra, Él nos da, que lo
que Él es, Él nos imparte. Como el manso y humilde Dios Único, Él vendrá y
morará en el corazón anhelante.
“Sea el mayor entre vosotros como el más
joven, y el que dirige, como el que sirve.”
—Lucas 22:26—
Hemos estudiado la humildad en la persona y en las enseñanzas de Jesús
Cristo; vamos ahora a buscar a la humildad en el círculo de Sus compañeros
que Él eligió, los doce apóstoles. Si en la falta de humildad de los doce
apóstoles encontramos el contraste entre Cristo y los hombres más
claramente, esto nos ayudará a apreciar el cambio tan poderoso que el
Pentecostés provocó en los apóstoles, y que nos hace participes también, del
triunfo perfecto de la humildad de Jesús Cristo sobre el orgullo que Satán
había inspirado en el hombre.
En los versículos citados acerca de las enseñanzas de Jesús, hemos visto
en cuales ocasiones los discípulos habían probado cuan necesitados estaban
de la gracia de la humildad. En alguna ocasión, se encontraban discutiendo
quien sería el más grande. Alguna otra vez, los hijos de Zebedeo con su
madre habían pedido a Jesús los primeros lugares en el cielo—sentarse a la
derecha o a la izquierda. Y más tarde, esa noche, en la mesa de la última cena,
hubo otra vez una discusión, sobre quien debería ser el más grande. No es
que no hubiera momentos en que ellos en verdad, no fuesen humildes antes el
Señor. Así fue por ejemplo con Pedro cuando clamó, “Apártate de mí Señor,
porque soy hombre pecador.” Así también, cuando Jesús calmo la tormenta,
los discípulos vinieron a adorarlo. Sin embargo, tales expresiones ocasionales
de humildad eran solamente, un fuerte suspiro de alivio, en contraste con el
habitual tono y lo que estaba en la mente de los discípulos; en la
conversación cotidiana y espontánea, y en la revelación natural que en otras
ocasiones mostraban, se podía ver el lugar y el poder del
ego en ellos. Cuando nosotros estudiamos el significado de todo esto,
aprendemos las más importantes lecciones.
Primeramente, Habría mucha más religión activa y seria, si tristemente no
faltase la humildad. Esto lo podemos apreciar en los apóstoles. Había en ellos
un ferviente apego a Jesús. Lo habían dejado todo por Jesús. Fue Dios Padre
quien les reveló que Jesús era el Salvador, el Cristo, el ungido de Dios. Ellos
creyeron en Jesús, lo amaban y obedecieron sus mandamientos. Lo dejaron
todo por seguirlo. Cuando otros abandonaron a Jesús, ellos se apegaron a Él.
Pero muy en lo profundo de la existencia, estaba el poder escondido de las
aterradoras tinieblas, del cual ellos estaban escasamente conscientes, que
debía ser aniquilado y arrojado, antes de que ellos pudiesen ser testigos del
poder de Jesús para salvar; así es todavía con nosotros.
Nos encontramos con frecuencia a profesores, ministros, evangelistas,
trabajadores, misioneros, maestros, en quienes los dones del Espíritu Santo
son muchos y manifiestos, y quienes son conducto de bendiciones para
multitudes; y sin embargo, cuando se enfrentan a la prueba, o se necesita una
relación más cercana con Dios para poder obtener mayor conocimiento, se
pone de manifiesto que dolorosamente carecen de la gracia de la humildad
como una característica permanente. Todo tiende a confirmar la lección que la
humildad es una de las principales y más altas gracias; la humildad es una de
las gracias más difíciles de obtener; y a la cual, debemos dirigir nuestros
primeros y principales esfuerzos; la humildad que solo viene con poder,
cuando la plenitud del Espíritu Santo nos hace participes de la habitación de
Jesús Cristo en nosotros, de Él viviendo dentro de nosotros. Segundo, cuan
impotente se es a toda enseñanza exterior y á todo esfuerzo personal para
conquistar el orgullo o darse a la mansedumbre y la humildad de corazón.
Por tres años los discípulos habían estado en la escuela de entrenamiento de
Jesús. Nuestro Señor Jesús les había dicho cuál era la principal lección que Él
deseaba enseñarles: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón.”
Una y otra vez Jesús les había hablado de la humildad a los discípulos, a
los fariseos, a la multitud, como el único camino a la gloria de Dios. No solo
Jesús había vivido delante de ellos como el Cordero de Dios en Su divina
humildad, sino que también, les había revelado el más íntimo secreto de su
vida: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir;” "Más
yo estoy entre vosotros como el que sirve.” Jesús había lavado los pies de los
apóstoles, y les dijo que debían seguir Su ejemplo. Y sin embargo, el ejemplo
de Jesús poco les sirvió de provecho. En la última Santa Cena todavía los
apóstoles estaban discutiendo quien sería el más grande. Sin duda, los
apóstoles habían tratado de aprender lo que Jesús les enseñaba, y habrían
firmemente resuelto no causarle alguna aflicción; pero para enseñarles a los
apóstoles y a nosotros la lección tan necesaria, que no hay instrucción que
nos sea dada, ninguna, aún de Jesús mismo; ningún argumento sin importar
cuán convincente sea; ninguna conciencia a profundidad de la belleza de la
humildad; ningún esfuerzo o determinación, aunque sea el más sincero y
serio puede arrojar al demonio del orgullo. Cuando Satán arroja a Satán, es
solamente para entrar de nuevo con un poder mucho más poderoso aunque
más secreto. Nada puede aprovechar sino esto, que la nueva naturaleza sea
revelada con gran poder en su divina humildad, para tomar el lugar de la vieja
naturaleza, para convertirse en nuestra propia naturaleza como si siempre lo
hubiese sido. Tercero, es tan solo por medio de Jesús habitando en nosotros,
en Su divina humildad, que nos hace humildes. Nosotros tenemos nuestro
orgullo, que nos viene de otro, de Adán; por ello, nosotros debemos tener
nuestra humildad del Otro Adán, Jesús Cristo. El orgullo es nuestro, y nos
gobierna con terrible poder, porque se trata de nosotros mismos, de nuestra
misma naturaleza. Tan natural y fácil como nos es ser orgullosos, nos debe de
ser también, o será ser humildes. La promesa es, aún en el corazón, cuando el
pecado abundó, sobreabundó la gracia.” Todas las enseñanzas de Jesús a sus
discípulos, y todos los vanos esfuerzos de ellos, fueron la preparación
necesaria para Jesús entrar en ellos con poder divino, para darse a ellos y ser
en ellos lo que les había enseñado que desearan.
Con su muerte, Jesús destruyó el poder del diablo, quitó de en medio el
pecado y llevo a cabo nuestra redención eterna. En Su resurrección, Jesús
recibió del Padre una vida totalmente nueva, la vida de un hombre en el poder
de Dios, capaz de ser comunicada a los hombres, y de entrar, renovar, y llenar
sus vidas con el poder Divino de Dios. En Su ascensión, Jesús recibió el
Espíritu del Padre, a través del cual, Él pudiera hacer lo que no pudo estando
en la tierra, hacerse asimismo uno con todos aquellos que Él amó; en
realidad vivir la vida de ellos para ellos, para que pudieran vivir ante el Padre
en una humildad como la de Él, porque fue Jesús mismo quien vivió y sopló
en ellos el Espíritu Santo. Y en Pentecostés, Jesús vino y tomó posesión.
El trabajo de preparación y la convicción del Espíritu Santo, con el gran
avivamiento del deseo y de la esperanza que las enseñanzas de Jesús habían
llevado a cabo en los apóstoles, se perfeccionaron por el poderoso cambio
que el Pentecostés provocó en ellos. Las vidas y las epístolas de Santiago,
Pedro y Juan dan testimonio que todo había cambiado, y que el Espíritu del
Jesús humilde y sufrido había en verdad tomado posesión de ellos. ¿Qué es lo
que debemos decir de estas cosas? Estoy seguro que entre mis lectores, hay
más de una clase; debe haber algunos quienes no habrán todavía pensado
muy cuidadosamente este asunto, y no pueden darse cuenta de la inmensa
importancia de esta interrogante en la vida de la Iglesia y para cada uno de
sus feligreses.
Hay otros que se sienten condenados por sus errores, y han hecho
esfuerzos verdaderamente serios, pero solo terminan fallando y
decepcionándose. Otros más, puede ser que den gozoso testimonio de
bendición espiritual y de poder, y aún así, nunca ha habido en ellos la
necesaria conciencia de que la gente en derredor ve todavía en ellos falta de
madurez espiritual. Puede que también haya otros más, que sean capaces de
dar testimonio con respecto a esta gracia, también el Señor les ha dado
liberación y victoria, mientras que les ha enseñado, cuanto todavía lo
necesitan y puedan esperar el ser llenos de Jesús. Cualquiera que sea la clase
de cristiano a la que se pertenece, quiero alentarte a que te des cuenta, de la
necesidad apremiante que hay de hacer una búsqueda completa, de una muy
profunda convicción, del lugar único que ocupa la humildad en la religión de
Cristo, y la imposibilidad más absoluta de que la Iglesia o el creyente sean lo
que Jesús Cristo quisiera que fuesen, en tanto que Su Humildad no sea
reconocida como Su principal gloria, Su primer y principal mandamiento, y
su más grande bienaventuranza.
Considera, querido lector profundamente, cuán lejos los discípulos
habían avanzado, mientras que esta gracia de la humildad escaseaba
terriblemente, y oremos a Dios que otros dones no nos satisfagan tanto, para
que podamos captar el hecho de que la ausencia de esta gracia, es la causa
secreta por la que el poder de Dios no puede hacer su poderoso trabajo. Solo
es en nosotros, como en el Hijo, que verdaderamente mostramos que no
podemos hacer nada por nosotros mismos, para que Dios lo haga todo. Es
cuando la verdad de Cristo Jesús, del Salvador, quien habita en nosotros, y
quien toma el lugar que reclama en la experiencia de los creyentes, que la
Iglesia se pondrá sus hermosas vestiduras, y la humildad será vista por los
maestros de la Iglesia y sus feligreses como la hermosura de la santidad.
“Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a
su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto,
¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?”
—1 Juan 4:20—
Que pensamiento tan solemne, que nuestro amor por Dios sea medido por
medio de nuestras relaciones diarias y el amor que mostramos a nuestros
semejantes; y que pasaría si encontráramos que nuestro amor por Dios es un
engaño; pero si este amor por Dios es verdadero, esto se confirma en pasar la
prueba de amor que se expresa diariamente con nuestros prójimos; así
también es, con nuestra humildad. Es fácil pensar que somos humildes ante
Dios; la humildad hacia los prójimos será la única prueba suficiente de que
nuestra humildad ante Dios es real. Esa humildad ha tomado su morada en
nosotros, y se ha convertido en nuestra verdadera naturaleza, de que en
verdad, como Jesús Cristo, no consideró de hacerse una reputación para sí
mismo.
Cuando se está en la presencia de Dios, la humildad de corazón se ha
convertido, no en una postura que se asume por algún tiempo, sino que
cuando pensamos en Dios o le oramos, en realidad es Su mismo espíritu en
nuestra vida, que se manifiesta así mismo en todos las relaciones con nuestros
semejantes. Esta gran lección es ciertamente, de profunda importancia: la
única humildad que es en verdad nuestra, no es aquella que tratamos de
mostrar delante de Dios en oración, sino la que llevamos con nosotros, y
mostramos, en nuestra conducta diaria; las insignificancias de la vida diaria
son lo verdaderamente importante y las pruebas de la eternidad, porque ellas
prueban cual es el espíritu que poseemos.
Es en los momentos en que no estamos conscientes de nuestro
comportamiento, cuando realmente mostramos y vemos quienes realmente
somos. Para conocer al hombre humilde, para conocer realmente como el
hombre humilde se comporta, le debemos seguir en el curso ordinario de
nuestro diario vivir. ¿No es esto lo que Jesús enseño? Jesús enseño sus
lecciones de humildad, cuando los discípulos discutían quien sería el más
grande; cuando Él vio como los fariseos amaban el lugar principal en las
fiestas, y los asientos principales en las sinagogas; sin embargo, Jesús les
había dado ejemplo lavando los pies de los apóstoles. Por esto, la humildad
ante Dios no es nada, si no se prueba la humildad ante los hombres.
También fue así en las enseñanzas de Pablo. En su “Carta a los Romanos,”
Pablo escribe: “En cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros;” “No
altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia
opinión.” Pablo escribió a los Corintios sobre el “Amor,” y no hay amor sin
humildad en su raíz, “El amor no se envanece, no es jactancioso, no busca lo
suyo, no se irrita.” A los Gálatas, Pablo les escribe: “Servíos por amor los
unos a los otros.” “No nos vanagloriemos, irritándonos unos a otros,
envidiándonos unos a otros.” A los Efesios, Pablo escribió inmediatamente
después de sus tres primeros capítulos, sobre la vida celestial: “Con toda
humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en
amor;” “Dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de
nuestro Señor Jesucristo. Someteos unos a otros en el temor de Cristo.”
Pablo escribió una epístola a los Filipenses: “Nada hagáis por contienda o
por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás
como superiores a él mismo.” “Haya pues en vosotros, este sentir que hubo
también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser
igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo,
tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la
condición de hombre, se humilló a sí mismo.” Y Pablo escribió a los
Colosenses: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de
entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de
paciencia soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno
tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también
hacedlo vosotros.”
Es en nuestra relación con los demás, en el trato con nuestros semejantes,
que se ve la verdadera humildad de la mente y del corazón. Estudiemos la
humildad en la vida diaria a la luz de estas palabras. El hombre humilde
busca en todo momento actuar de acuerdo a la regla, En cuanto a honra,
prefiriéndoos los unos a los otros; Servíos por amor los unos a los otros;
Antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores
a él mismo; “Someteos unos a otros.” Nosotros hacemos la pregunta
frecuentemente, de cómo podemos considerar a otras personas mejores que
nosotros, cuando vemos que ellos están muy por debajo de nosotros en
sabiduría y santidad, o en dones naturales y en la gracia recibida. La
interrogante prueba inmediatamente, que poco entendemos lo que es la
verdadera humildad de la mente.
La verdadera humildad viene cuando a la luz de Dios, nos vemos a
nosotros mismos siendo nada, hemos consentido en dejar y arrojar al ego,
para que Dios lo sea todo. El alma que ha hecho esto, puede decir: “Me he
perdido a mí mismo para encontrarte;” y no se compara así mismo con otros.
Esa alma ha renunciado a todo pensamiento de sí mismo en la presencia de
Dios; se encuentra con sus semejantes como uno que es nada, y busca nada
para sí mismo; quien es el siervo de Dios, y por su bien, un siervo de todos.
Un siervo fiel puede que sea más sabio que su maestro, y aun así retener el
verdadero espíritu y postura del siervo.
El hombre humilde mira al más débil e indigno hijo de Dios, y lo honra, y
aún lo prefiere para honrarlo como al hijo de un Rey; es del mismo espíritu de
Jesús, quien lavó los pies de los discípulos, quien hace gozoso para nosotros,
ser en verdad los últimos, para ser los siervos los unos de los otros. El
hombre humilde no siente celos o envidia. El hombre humilde puede alabar a
Dios cuando otros son, antes que él, los preferidos y los bendecidos. Este
hombre puede aguantar ver a otros ser alabados mientras que de él se olvidan,
porque en la presencia de Dios, él ha aprendido a decir con el apóstol Pablo,
“Yo soy nada.”
Este hombre humilde ha recibido como el espíritu de su propia vida, el
Espíritu Santo de Jesús, quien no se complació a sí Mismo, y no buscó Su
propio honor. En medio de lo que consideramos tentaciones, a ser
impacientes y susceptibles, tentaciones de pensamientos contenciosos y
palabras afiladas, las cuales nos vienen como las fallas y pecados de nuestros
semejantes, el hombre humilde lleva consigo la orden que repite en su
corazón, y que muestra en su vida, “soportándoos unos a otros, y
perdonándoos unos a otros si alguno tuviese queja en contra del otro. De la
manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros,” (Colosenses
3:13).
Este hombre aprendió que al vestirse en el Señor Jesús Cristo, se ha
vestido como escogido de Dios, santo y amado, de entrañable misericordia,
de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia. Jesús ha tomado
el lugar del ego, y así, ya no es una imposibilidad perdonar como Jesús
perdonó; la humildad de este hombre no consistirá en puramente
pensamientos o palabras de auto-depreciación, sino esta, como el apóstol
Pablo lo dice, consiste en “un corazón de humildad,” que incluye la
compasión, la gentileza, la mansedumbre y la benignidad, es la dulce y
humilde gentileza que se reconoce como el sello del Cordero de Dios.
Al esforzarse en obtener las más altas experiencias de la vida cristiana, el
creyente esta siempre en peligro de hacer de su objetivo y aún de regocijarse
en aquello que consideramos lo más humano, lo más viril; en virtudes tales
como la audacia, el gozo, el desprecio por el mundo, el celo, el sacrificio
personal, —aun los antiguos estoicos enseñaban y practicaban todo esto,
mientras que aquellas gracias más profundas y tiernas, las más divinas y más
celestiales, aquellas que Jesús primero enseñó estando en la tierra, porque
trajo esas gracias del cielo; aquellas gracias que están realmente más
conectadas con Su cruz y la muerte del ego, —pobreza de espíritu,
mansedumbre, humildad, —las cuales, se les piensa escasamente o se les
valora muy poco.
Por lo tanto, pongámonos un corazón de compasión, de gentileza, de
humildad, de mansedumbre y benignidad; y probemos nuestra semejanza a
Jesús Cristo, no solamente en nuestro celo por salvar a los perdidos, sino ante
todo, en nuestra relación con nuestros hermanos cristianos, soportándonos y
perdonándonos unos a otros, así como el Señor nos ha perdonado. Hermanos
cristianos, estudiemos la semblanza en la Bíblia del hombre humilde.
Preguntemos a nuestros hermanos, y también preguntemos al mundo, si
reconocen en nosotros la semejanza con el original. Contentémonos con
tomar cada uno de los textos bíblicos como aquella promesa de lo que Dios
ha de trabajar en nosotros, así como la revelación en palabras de como el
espíritu de Jesús nos dará un nuevo nacimiento dentro de nosotros.
Dejemos, por consiguiente, que nuestras fallas y errores simplemente nos
apremien a la humildad y mansedumbre del manso y humilde cordero de
Dios, con la certeza de que Él está entronado en el corazón; Su humildad y
gentileza será una de las corrientes de aguas vivas que fluyan dentro de
nosotros. Por lo tanto, otra vez permítaseme repetir lo que he dicho antes.
Siento profundamente que los cristianos tengamos tan poco entendimiento de
lo que la Iglesia sufre por falta de esta divina humildad. —El vaciarnos de
nuestro ego, para hacer espacio para que Dios use su poder.
No ha pasado mucho tiempo desde que un cristiano, de espíritu humilde,
y amoroso, quien era conocedor de los estados de algunas misiones cristianas
en varias sociedades, expresó su gran tristeza porque en algunos casos el
espíritu de amor al prójimo y la paciencia están tristemente ausentes. Mujeres
y hombres, quienes están en Europa, pudiesen cada uno escoger su propio
círculo de amigos, empero, si se juntaren con otros de mentalidad opuesta a la
de ellos, encontrarían muy difícil el sobrellevarlos, el amarlos, y el mantener
el Espíritu de unidad con el vínculo de la paz. Y aún aquellos, quienes
debiesen ser compañeros, quienes se deberían ayudar siempre unos a otros a
estar jubilosos, se convierten en un impedimento y en hastío. Y todo por una
razón, la falta de humildad, la cual se debe estimar a sí misma como nada, la
cual se regocija, en convertirse y ser estimada como la más pequeña, y solo
busca como Jesús, ser una sierva, una ayudante y consuelo de otros, aún de
los más pobres e indignos.
¿Y de dónde viene la humildad de los hombres que se han dado a sí
mismos con alegría a Jesús Cristo, pero que encuentran muy difícil el darse a
sí mismos a sus hermanos? ¿No es culpable la Iglesia, que ha enseñado tan
poco a sus hijos, que la humildad de Cristo es la primera de las virtudes, la
mejor de todas las gracias y poderes del Espíritu? Se ha enseñado tan poco
que la humildad que se asemeja a la humildad de Cristo, es la que se pone de
relieve y se predica primeramente con acciones que son tan necesarias y
también posibles. ¡Pero no perdamos el ánimo! Sino que, al descubrir la falta
de esta gracia nos mueva a esperar más en Dios.
Miremos con mayor respeto a todos nuestros hermanos quienes prueban
nuestra paciencia o quienes nos son molestos, como el medio por el cual Dios
nos da su bendita gracia, como el instrumento de Dios para nuestra
purificación, para ejercitar la humildad de Jesús Cristo, la cual es la Vida
misma que Jesús sopla dentro de nosotros. Tengamos tal fe en Todo lo de
Dios, y en la nada del ego, que, como siendo nada ante nuestros propios ojos,
nosotros con el poder de Dios, busquemos servirnos los unos a otros en amor.
“Que dicen: Estate en tu lugar, no te acerques a
mí, porque soy más santo que tú; éstos son humo en mi furor, fuego que arde
todo el día.”
—Isaías 65:5—
Nosotros hablamos del movimiento de Santificación en nuestros tiempos,
y alabamos a Dios por ello. Escuchamos con insistencia de aquellos que
buscan santidad, profesores de santidad, de enseñanzas en santidad, y
encuentros de santidad. Se hace hincapié como nunca antes, de las benditas
verdades de la santidad en Cristo, y la santidad por la fe. La gran prueba de si
la santidad que profesamos buscar u obtener, es verdadera y vive, es aquella
que se manifiesta en el aumento de humildad en nosotros que esta produce.
En la creatura, la humildad es la única cosa necesaria para permitir que la
santidad de Dios viva en él y brille a través de él. Es Jesús, el Santo de Dios
quien nos hace santos. Una humildad divina, la cual, fue el secreto de la vida
de Jesús Cristo, Su muerte, y Su exaltación; la única prueba infalible de
nuestra santidad es la humildad ante Dios y los hombres, la cual será nuestro
sello distintivo. La humildad es la flor y la belleza de la santidad.
La principal marca de una santidad falsa es su falta de humildad. Todos
los cristianos que buscan la santidad necesitan estar alertas, no sea que
inconscientemente lo que se inició en el espíritu, se perfeccione en la carne y
en el orgullo, y se asiente donde su presencia sea menos esperada. Dos
hombres fueron al templo a orar; uno un fariseo, el otro un publicano. No hay
un lugar o posición que sea tan sagrada como la del fariseo, que entra en el
templo. El orgullo puede levantar su cabeza aun en el templo de Dios, y hacer
de la adoración a Dios, la escena de su propia exaltación. Como Cristo había
realmente expuesto, el orgullo del fariseo, este se puso el atuendo del
publicano, y de confesor de profundo pecado, para verse en igualdad con el
profesor de la más alta santidad. ¡Se debe de estar en guardia! Así como
entramos con ansia para postrar nuestro corazón en el templo de Dios,
encontramos que ambos hombres, el publicano y el fariseo han venido a orar.
Y el publicano encontrará que el peligro no proviene del fariseo a su lado,
quien lo desprecia, sino del fariseo dentro de él, quien lo elogia y lo exalta.
En el templo de Dios, cuando pensamos que estamos en el lugar más santo de
todos, en la presencia de la santidad de Dios, estemos conscientes del orgullo.
“Un día vinieron a presentarse delante de Jehová los hijos de Dios, entre
los cuales vino también Satanás.” “Dios, te agradezco, que yo no soy como el
resto de los hombres, ni siquiera como este publicano.” Es en aquello que es
la causa de nuestro agradecimiento, en el autentico agradecimiento que le
rendimos a Dios, puede ser aún en la verdadera confesión de que Dios es
creador de todo, que el ego encuentre una causa de complacencia. Aún
cuando en el templo, solo se escucha el lenguaje de penitencia y confianza en
la misericordia del Dios Único, el fariseo puede tomar la nota de alabanza, y
en dar gracias a Dios felicitarse a sí mismo. El orgullo se puede vestir con el
atuendo de alabanza o de penitencia. Aun cuando las palabras, “Yo no soy
como el resto de los hombres,” son rechazadas y condenadas, el espíritu de
estas palabras se puede encontrar en nuestros sentimientos y lenguaje hacia
nuestros hermanos cristianos y a nuestros prójimos. Confirmarías que en
verdad es así, si escuchas la manera en la cual las iglesias y los cristianos con
frecuencia hablan los unos de los otros.
Que poco vemos de la humildad y la gentileza de Jesús. Se recuerda
tampoco que una profunda humildad debe ser la nota dominante en las
conversaciones de los siervos de Jesús Cristo consigo mismos y con otros. No
hay suficiente iglesias o asambleas de santos; ni tampoco hay suficientes
misiones o convenciones; no existen suficientes sociedades o comités; aún,
no hay suficientes misiones en lugares donde el paganismo domina, donde la
armonía ha dado paso al disturbio y se ha impedido el trabajo de Dios, porque
habiendo sido probados aquellos que son considerados como santos, han
resultado ser demasiado susceptibles, impetuosos e impacientes, recelosos,
queriendo salirse siempre con la suya, haciendo juicios mordaces y uso de
palabras crueles, no vieron a otros como mejores que ellos mismos, ya que su
susodicha santidad tiene muy poco de la mansedumbre de los santos?
Los seres humanos, en su historia espiritual puede que hayan tenido una
gran humildad y quebrantamiento, pero cuan diferente es esto de vestirse de
humildad, de tener un espíritu humilde, de tener la humildad de la mente con
la cual se cuenta así mismo como el siervo de todos, y que se muestra en
adelante como la misma mente que existió en Jesús Cristo. ¡Estate en tu
lugar; porque yo soy más santo que tú! ¡Qué parodia de santidad! Jesús
nuestro Señor, es quien es Santo; el más santo siempre será el más humilde.
No hay más santo que Dios; nosotros tenemos tanta santa santidad como
tenemos de Dios. Y de acuerdo a lo que tenemos en nosotros de Jesús, así
será nuestra humildad, porque la humildad es simplemente, la desaparición
del ego, en la visión de que Dios lo es todo.
El más santo será siempre el más humilde. Aunque al judío jactancioso,
tan descarado de los días de Isaías no se le encuentra con frecuencia, —
porque aún nuestros modales nos han enseñado a no hablar de esa manera.
Desafortunadamente, cuán frecuentemente, a su espíritu todavía se le ve, ya
sea en el trato con nuestros hermanos de santidad, o con los hijos del mundo.
En el espíritu en el cual, se dan las opiniones, donde llevamos a cabo el
trabajo, y las faltas son expuestas con tanta frecuencia, aunque la vestidura
sea aquella del publicano, la voz es todavía la del fariseo: “O Dios, Te
agradezco que yo no soy como otros hombres.”
¿Y todavía se encuentra tal humildad, que en verdad los hombres todavía
se cuenten así mismos, “menos que el más pequeño de todos los santos,” los
siervos de todos? ¡Si existe esa humildad! “El amor no se vanagloria, no es
jactancioso, no busca lo suyo.” Donde el espíritu del amor se derrama en el
corazón y se comparte con otros, donde la divina naturaleza ha venido a
nacer completamente, donde Cristo el manso y humilde Cordero de Dios se
ha formado en verdad dentro de nosotros, se nos da el poder de un amor
perfecto que se olvida de sí mismo y encuentra su bendición en bendecir a
otros, en sobrellevarlos, y honrarlos, sin importar lo débiles que sean. Donde
este amor entra, ahí Dios entra. Y donde Dios ha entrado con Su gran poder, y
se ha revelado así Mismo como Todo, ahí la creatura se vuelve nada. Y donde
la creatura se vuelve nada ante Dios, no puede ser ninguna otra cosa que
humilde hacia sus semejantes. La presencia de Dios se convierte no en una
cosa de temporada o estaciones, sino en la cubierta bajo la cual, el alma vive
por siempre, y su más profunda humillación, que ante Dios, se convierte
en el lugar santo de Su presencia, donde todas sus palabras y trabajos
proceden.
Quiera el Señor enseñarnos que nuestros pensamientos, palabras y
sentimientos para nuestros prójimos, son como Dios prueba nuestra humildad
hacia Él; este es el único poder que nos puede capacitar para ser siempre
humildes con todos nuestros semejantes. Nuestra humildad debe ser la vida
de Jesús Cristo, del Cordero de Dios, dentro de nosotros. Que todos los
maestros de santidad, sea en el púlpito o en la plataforma, y que todos los
buscadores de santidad, ya sea en el closet o en la convención, tengan mucho
cuidado. No existe orgullo más peligroso porque ninguno es más sutil e
insidioso, como el orgullo de la santidad.
No es que el ser humano alguna vez diga, o alguna vez piense, “Estate en
tu lugar; porque yo soy más santo que tú.” No, en verdad, el pensamiento
sería visto con repugnancia. Pero ahí es donde crece el orgullo, del todo
inconscientemente; un hábito escondido del alma, el cual siente complacencia
de sus logros, y no puede evitar ver cuán lejos ha avanzado comparado con
otros.
Se puede reconocer al orgullo, no siempre con cualquier afirmación, o
con adulación de sí mismo, sino simplemente en la ausencia de esa profunda
humildad que no puede ser otra, más que el sello del alma que ha visto la
gloria de Dios, (Job 42:5-6; Isaías 6:5). La humildad se revela así misma no
solo en las palabras y el pensamiento, pero también en el tono, en la manera
en la que hablamos a otros.
Quienes tienen el don de discernimiento espiritual no pueden más que
reconocer el poder del ego; aún el mundo con sus ojos tan penetrantes, nota al
orgullo, y lo señala, como una prueba de que la profesión de una vida
angelical no conlleva en especial, ninguno de los frutos del cielo. ¡Oh
hermanos, estemos alerta! A menos que, nosotros hagamos de nuestra materia
de estudio el aumento de nuestra humildad, avanzando en todo aquello que
pensamos que es la santidad, encontraremos que solamente hemos estado
deleitándonos en pensamientos y en sentimientos hermosos, en actos
solemnes de consagración y fe, mientras que la única marca de la presencia
de Dios, la desaparición del ego, estuvo ausente todo el tiempo. Ven,
corramos al encuentro de Jesús, y escondámonos en Él, hasta que
seamos vestidos con Su humildad. Esa, Su humildad solamente, es nuestra
santidad.
“Pecadores, de los cuales yo soy el
primero.”
—1 Timoteo 1:15.—
Frecuentemente, a la humildad se le ha identificado con penitencia y
contrición. Como consecuencia, parece que no hay manera de fomentar la
humildad sino por medio de mantener al alma ocupada con su pecado.
Nosotros hemos aprendido, yo pienso, que la humildad es otra cosa, y algo
más. Nosotros hemos visto que en las enseñanzas de Jesús Cristo, y en las
epístolas, con mucha frecuencia, la virtud de la humildad es inculcada sin
ninguna referencia al pecado. En la autentica naturaleza de las cosas, en la
relación entera de la creatura con el Creador, en la vida de Jesús como Él la
vivió, y nos la impartió, la humildad es la verdadera esencia de la santidad, y
la esencia de todas las bienaventuranzas.
La humildad es el desplazamiento de nuestro ego por la entronización de
Dios, donde Dios lo es todo, y el ego es nada. Pero pensándolo bien, acerca
de este aspecto de la verdad, he sentido realmente la necesidad urgente de
decirte que nueva profundidad e intensidad el pecado del hombre y la gracia
de Dios da a la humildad de los santos. Solamente tenemos que observar a un
hombre como el apóstol Pablo, para ver cómo a través de su vida, como un
hombre redimido y en verdad, santo, tuvo una profunda e inextinguible
conciencia de haber sido un pecador. Todos hemos leído en las epístolas de
Pablo, en las cuales el apóstol Pablo se refiere a su vida persiguiendo a los
cristianos y blasfemando como él se ve a sí mismo: Soy el menor de los
apóstoles, que no soy digno de ser llamado un apóstol, “porque he
perseguido a la Iglesia de Dios; ”Pablo nos dice: “Yo trabajo más
abundantemente que todos ellos; aún así, no yo, pero la gracia de Dios la cual
estaba conmigo,”(1 Corintios 15:9-10); la humildad de Pablo: “A mí, que soy
menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de
anunciar entre los gentiles el evangelio, de las inescrutables riquezas de
Cristo,” (Efesios 3:8). Pablo nos dice: “Habiendo yo sido antes blasfemo,
perseguidor, e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por
ignorancia, en incredulidad,” (Timoteo 1:13); “Cristo Jesús vino al mundo
para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero,” (1 Timoteo
1:15).
La gracia de Dios salvó a Pablo; Dios no se acordará más de sus pecados
por siempre; pero jamás podrá Pablo olvidar cuan terriblemente el pecó.
Cuanto más Pablo se regocijo en la salvación de Dios, más la experiencia de
la gracia de Dios lo lleno de inexplicable alegría; cuanto más clara era su
conciencia de que él era un pecador que había sido salvado, más precioso y
real era para el que la salvación no tenía significado, ni tenía dulzura sin la
verdadera noción de saberse un pecador. Nunca, ni por un momento pudo
Pablo olvidar que fue Dios quien tomo a un pecador en Sus brazos y lo
coronó con Su amor. Los textos Bíblicos que acabamos de mencionar son
frecuentemente citados como la confesión de Pablo de su diario pecar; sin
embargo, solamente tenemos que leer cuidadosamente estos versos en
conexión, para ver qué tan poco este es el caso. Estos versos tienen un mayor
significado; ellos se refieren a aquello que perdura a través de la eternidad, y
los cuales nos dan su más profundo trasfondo de admiración y adoración a la
humildad con la cual el redimido se inclina en reverencia hacia el trono,
como aquellos que han sido lavados de sus pecados en la sangre del Cordero
de Dios. Nunca, jamás, aun en la gloria, los santos de Dios, pueden ser otra
cosa, más que pecadores redimidos; nunca, ni por un momento en esta vida
puede un hijo de Dios vivir lleno de la luz de Su Amor, sin sentir que el
pecado, del cual ha sido salvado, es solamente su único derecho y título a
todo lo que la gracia le ha prometido hacer.
La humildad con la cual San Pablo vino como pecador, adquiere un nuevo
significado cuando Pablo aprende que esto le conviene como a la creatura.
Entonces, por siempre, la humildad en la cual Pablo nació como una creatura,
tiene sus más profundos y ricos matices de adoración, en la memoria de lo
que es un monumento del maravilloso amor de redención de Dios. El
verdadero significado de lo que las expresiones de San Pablo nos enseñan con
gran eficacia, es el hecho sobresaliente de que, a través de todo su caminar
cristiano, nosotros no encontramos de su pluma, aún en aquellas epístolas en
las cuales tenemos los desahogos personales más intensos, ninguna cosa
como la confesión del pecado. En ningún lugar hay una
mención de defectos o fallas; en ningún lugar una sugestión a sus lectores, de
que él ha fallado en sus deberes, o pecado en contra de la ley del amor
perfecto. Todo lo contrario, hay pasajes, no pocos, en los cuales Pablo nos da
evidencia de sí mismo, haciendo uso de un lenguaje que significaría nada, si
no fuera porque nos habla de una vida impecable, sin falla ante Dios y los
hombres:
“Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e
irreprensiblemente nos hemos comportado con vosotros los creyentes,” (1
Tesalónicos 2:10); El apóstol Pablo nos dice del poder de la gracia: “Porque
nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y
sinceridad con Dios, no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios,
nos hemos conducido en el mundo, y mucho más con vosotros,”(2 Corintios
1:12). Esto no es en si mismo, un ideal o una aspiración; sino que es un
llamarnos la atención, a lo que verdaderamente había sido la vida del apóstol
Pablo.
De cualquier manera, nosotros nos damos cuenta que esta falta de
confesión del pecado por parte del apóstol Pablo, todos admitirán, nos enseña
una vida en el poder del Espíritu Santo, tal como debería de esperarse que sea
vivida en estos nuestros días. El punto que he querido enfatizar es este, —que
la verdad sobre la ausencia de la confesión del pecado por parte de Pablo,
solo da más fuerza a la realidad de que no es en el diario pecar que se
encuentra el secreto de una humildad más profunda, sino que es en el darse
cuenta, sin olvidarnos ni por un momento, de nuestra posición como
pecadores, de que solo la más abundante gracia, mantiene a la humildad
singularmente viva; que nuestro verdadero lugar, el único lugar de
bienaventuranza, es nuestro lugar permanente ante Dios; este lugar debe ser
el de quienes tienen por su alegría más grande confesar, que son pecadores
salvados por la gracia. Pablo tenía el más profundo recuerdo de haber pecado
terriblemente en el pasado antes de que la gracia lo encontrara; él estaba en
verdad, muy consciente de haber sido apartado del presente pecado.
Por esto, la memoria del terrible pecado había siempre estado aunada a la
remembranza permanente del oscuro poder oculto del pecado siempre listo a
entrar, y solamente dejado fuera por la presencia del poder del Cristo quien
vive dentro de nosotros. “En mí, esto es, en mi carne, vive nada bueno;”
Estas son palabras de la epistola que escribió a los Romanos, Capítulo 7, que
describen a la carne tal cual es, hasta el final. La gloriosa redención del
Capítulo 8, —“Porque la ley del Espíritu de vida en Jesús me ha librado de la
ley del pecado y de la muerte, que alguna vez me mantuvo captivo,”—no es
el aniquilamiento, ni la santificación de la carne, sino una continua victoria
que nos da el Espíritu Santo, mientras que Él mortifica las obras del cuerpo.
Como la salud expulsa a la enfermedad, y la luz se traga a la obscuridad, y
la vida conquista a la muerte, el Cristo que vive en nosotros a través del
Espíritu Santo, es la salud, es la luz, y la vida del alma. Es en la convicción
de nuestra impotencia, y en el serio peligro que nos templa la fe, en la
inquebrantable y momentánea acción del Espíritu Santo, el que nos procura
un sentimiento de penitencia, de absoluta dependencia de Dios; y esto nos
proporciona la más alta fe y la alegría de los siervos, de una humildad que
solo vive por la gracia de Dios. Los tres pasajes mencionados nos muestran,
que es solo la maravillosa gracia conferida a Pablo, y de la cual sentía
necesidad a cada momento, que lo hizo tan humilde. La gracia de Dios que
estaba con Pablo, y que lo capacitó para trabajar tan arduamente, más que
todos los demás; la gracia estaba presente para predicar a los paganos acerca
de las inescrutables riquezas de Cristo; la gracia que fue tan abundante, junto
con la fe y el amor, los cuales están en Cristo Jesús.
Fue esta gracia, la cual es la verdadera naturaleza y es la gloria de Dios
para los pecadores, la que mantuvo la conciencia intensamente viva de Pablo
de haber sido un gran pecador, y de haber sido culpable de haber pecado,
empero, “más cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia.” Esto nos
revela, como la verdadera esencia de la gracia es tratar al pecado y
removerlo, y como esto debería ser siempre: Cuanto más abundante es
nuestra experiencia de la gracia de Dios, cuanto más intensa es la conciencia
de ser un pecador. No es el pecado sino la gracia de Dios que muestra al
hombre su pecado y siempre le recuerda cuan pecador él fue, para mantenerlo
verdaderamente humilde. No es el pecado, sino la gracia, que me hará
verdaderamente conocerme a mí mismo como pecador, haciendo del pecado,
ese lugar de profunda humillación, el lugar que nunca dejaré. Temo que no
son pocos aquellos, los que con fuertes expresiones de auto-condenación, y
auto-denuncia han buscado humillarse, y se han tenido que confesar con
dolor, que un espíritu en verdad humilde, un “corazón de humildad,” con
todos sus respectivos acompañantes, como son el ser amables, tener
compasión, la mansedumbre, y el dominio sobre sí mismo están siempre tan
lejanos.
Estar ocupados con nosotros mismos, aún en medio del aborrecimiento
que sentimos por nosotros mismos, no puede liberarnos de nosotros mismos.
Es la revelación de Dios, no solo por medio de la ley que condena el pecado,
sino también por Su gracia, liberándonos del pecado, lo que nos da humildad.
La ley nos puede romper el corazón con miedo; solo la gracia que trabaja esa
dulce humildad, se convierte en alegría para el alma, como su segunda
naturaleza. Ha sido Dios quien se reveló en Su santidad, acercándose a
nosotros para hacerse conocer en Su gracia, lo que hizo que Abraham y
Jacobo, Job e Isaías, le dieran reverencia a Dios, con tan profunda humildad.
Es el alma que espera, que confía y adora a Dios Creador, como el Todo de la
creatura en su nada; Dios el redentor en Su gracia, el Todo para el pecador en
su pecado, que se encuentra lleno de la presencia de Dios, que no hay lugar
para el ego.
Así es que, por sí misma, la promesa de Dios se puede cumplir: “La
altivez del hombre será abatida, y Jehová solo será exaltado en aquel día” Es
el pecador que vive en la perfecta luz de la santidad de Dios, en su amor
redentor, en la experiencia de ese completo vivir en el amor divino, la cual
viene a través de Jesús y el Santo Espíritu, quien no puede más que ser
humilde. No estar ocupado con el pecado, sino estar ocupado con Dios, es lo
que produce la liberación del ego.
“¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís
gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene
del Dios único?”
—Juan 5:44—
Recientemente, escuchamos un discurso en el cual, el orador dijo, que las
bendiciones de lo mejor que hay en la vida cristiana, eran generalmente como
los objetos en exposición en el escaparate de una tienda. Podemos ver los
objetos claramente, pero no podemos alcanzarlos. Si se nos dice que
estrechemos nuestra mano y tomemos los objetos, una persona bien pudiera
contestar, “no puedo, hay un vidrio grueso entre los objetos y yo.” Y aún
cuando los cristianos pueden ver claramente las benditas promesas de paz
perfecta y descanso, de abundante amor y de alegría, de perdurable comunión
y de una vida muy fructífera, y aún así sentir que hay algo que nos impide la
buena posesión de los mismos. ¿Y que puede ser eso? Nada más que el
orgullo.
Las promesas hechas en fe son muy libres y muy seguras; las invitaciones
e incentivos son fuertes; el gran poder de Dios lo podemos contar como
cercano y libre; solo puede haber algo que impida la fe, que dificulte que las
bendiciones sean nuestras. En nuestro verso Bíblico, Jesús Cristo nos pone al
descubierto de que es en verdad el orgullo que hace imposible la fe. “¿Cómo
podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros?” Así como
podemos ver en su verdadera naturaleza, que el orgullo y la fe son
incompatibles e inconsistentes, debemos aprender que la fe y la humildad son
una en su raíz, y que nunca podremos tener más de la verdadera fe, sin tener
una verdadera humildad. Nosotros veremos que podemos en verdad tener una
convicción intelectual fuerte y certeza de la realidad, aún mientras el orgullo
permanece en nuestro corazón, pero que esto mismo hace de la fe viva, la
cual tiene poder con Dios, una imposibilidad.
Nosotros solo necesitamos pensar por un momento lo que la fe es. ¿No es
acaso la confesión de nuestra nada e impotencia, el rendirse y esperar dejando
que Dios trabaje? ¿No es la fe en sí misma la cosa más humilde que pudiera
ser, —la aceptación de nuestro lugar como dependientes, quienes pueden
clamar, obtener o hacer nada más que lo que la gracia nos otorga? La
humildad es simplemente la disposición que prepara al alma para vivir
confiados en Dios. Y todo, aún el más secreto respiro de orgullo, de egoísmo,
de hacer nuestra voluntad, de exaltarnos a nosotros mismos, es solo el
fortificar a ese ego que no puede entrar al reino de Dios, o poseer las cosas
del reino, porque el ego rechaza permitir a Dios ser lo que Él es y debe de ser,
el Todo en Todos.
Fe es el órgano o sentido de la percepción y comprensión del mundo
celestial y sus bendiciones. La fe busca la gloria que proviene de Dios, que
solo viene cuando Dios lo es Todo. En tanto nosotros tomemos la gloria de
otro, en tanto nosotros siempre busquemos y amemos, y con celo
custodiemos la gloria de esta vida, el honor y la reputación que viene de los
hombres y del mundo, nosotros no buscaremos, y no podremos recibir la
gloria que viene de Dios.
El orgullo hace que la fe sea imposible. La salvación viene a través de una
cruz y un Cristo crucificado. La salvación es el compañerismo con el Cristo
crucificado en el espíritu de Su cruz. La salvación es la unión y el deleite con
la humildad de Jesús, la salvación es la participación en la humildad de Jesús.
¿Acaso nos asombra que nuestra fe es tan débil, cuándo el orgullo que
todavía reina tanto en nosotros, porque tenemos escasa comprensión aún de
anhelar o hacer oración para pedir a Dios humildad, como la parte más
necesitada y bendecida de la salvación? Humildad y fe están estrechamente
relacionadas en la Santa Escritura, aún más de lo que muchos pudieran
reconocer. Lo vemos en la vida de Cristo.
Hay dos casos en los cuales Él hablo de una gran fe. ¿No se maravilló
Jesús de la fe del centurión, quien dijo, “Señor, no soy digno de que entres
bajo mi techo,” por lo que Jesús dijo, “De cierto os digo, que ni aún en Israel
he hallado tanta fe?” ¿Y qué Jesús no le hablo a la madre, “Oh mujer, grande
es tu fe,” ella quien había aceptado ser contada entre los perros, le dijo, “Sí,
Señor; pero aún los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de
sus amos?” Es la humildad que causa que el alma sea
nada ante Dios, que también remueve todo impedimento a la fe, y la
humildad hace que tengamos menos miedo para no deshonrarle por no
confiar en Dios totalmente. Hermano, ¿no tenemos aquí la causa de que
fallemos en la búsqueda de la santidad? ¿No es esto acaso, aunque no lo
supiésemos, que hace nuestra consagración y nuestra fe tan superficial y de
tan corta vida? No teníamos ninguna idea en qué medida el orgullo y el ego
estaban secretamente trabajando dentro de nosotros, y como Dios solamente
por Su entrar en nosotros y por Su gran poder puede arrojarlos. Nosotros
entendimos, como nada más que la nueva y divina naturaleza toman
totalmente el lugar de nuestro viejo ego, y es esto lo que nos puede hacer
verdaderamente humildes.
Nosotros desconocíamos, que la verdadera humildad, absoluta, constante
y universal, debe de ser la raíz de nuestra completa disposición a toda oración
y a todo acercamiento a Dios, así como de todos nuestros tratos con nuestros
semejantes. Y puede ser que también pudiésemos aspirar a ver sin los ojos, o
a vivir sin respirar, lo cual es tanto como creer que podemos allegarnos a
Dios o vivir en su amor, sin la omnipresente humildad y mansedumbre de
corazón.
Hermano, ¿no nos habremos equivocado en tomarnos demasiadas
molestias para creer, mientras que todo el tiempo ahí estaba el viejo ego, en
su orgullo, buscando la posesión misma de las bendiciones de Dios y de sus
riquezas? ¿No nos maravilla que no pudiéramos creer? Cambiemos de
dirección. Busquemos primero que nada, el ser humildes bajo la mano
poderosa de Dios: Él nos exaltará. La cruz, la muerte, y la tumba, con las
cuales Jesús se humilló a sí Mismo, fueron su camino a la gloria de Dios. Y
son ellas mismas nuestro camino. Dejemos que nuestro único deseo y nuestra
más ferviente oración sea, ser humildes con Él y agradarle; aceptemos
contentos lo que sea que nos haga humildes ante Dios y los hombres; esto es
por sí mismo, el camino a la gloria de Dios. Hemos hablado de algunos
cristianos que han tenido experiencias bienaventuradas, o que son ellos los
medios para traer bendiciones a otros, y sin embargo, les falta humildad. Tú
quizás te sientas inclinado a hacer una pregunta. Tú formulas la pregunta, si
esto no prueba que ellos tienen fe verdadera, y aún más, si esta es una fe
fuerte, aunque ellos muestren claramente que buscan demasiado el honor que
proviene de los hombres.
Se puede dar a esta pregunta más de una respuesta. Pero la principal
respuesta a nuestra presente pregunta es esta: Ellos tienen una medida de fe,
en proporción a las bendiciones que ellos traen a otras personas con los dones
especiales que les fueron otorgados. Sin embargo, en esa verdadera
bendición, el trabajo de su fe es inhabilitado, por la falta de humildad. La
bendición es frecuentemente superficial o transitoria, solo porque ellos no son
la nada que abre el camino para que Dios lo sea todo. Una humildad más
profunda, sin duda alguna, traería una bendición más profunda y plena.
El Espíritu Santo actúa, no solo trabajando en ellos como un Espíritu de
poder, sino viviendo en ellos en la plenitud de Su gracia, y especialmente en
la humildad; por medio del Espíritu Santo se comunica Dios mismo con estos
conversos para una vida de poder, de santidad y de perseverancia, tan poco
vista en nuestros días.“¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los
unos de otros?” ¡Hermano! Nada puede curarte del deseo de recibir gloria de
los hombres, o de la molestia, el dolor y aún el enojo cuando no se nos da esa
gloria; lo único que nos puede curar es entregarnos nosotros mismos en la
búsqueda solamente de la gloria que viene de Dios. Deja que la gloria del
Dios Todo-glorioso sea todo para ti. Tú serás así libre, de la gloria de los
hombres y del ego, y te contentarás y te alegrarás de ser nada. De esta nada,
tú crecerás fuerte en la fe, dando gloria a Dios, y encontrarás que lo más
profundo nos hundimos en la humildad ante Dios, lo más cerca Él está para
cumplir todos los deseos de tú fe.
“Y estando en la condición de hombre, se
humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz.”
—Filipenses 2:8—
La humildad es el camino a la muerte, porque es en la muerte que la
humildad muestra la prueba más grande de su perfección. La humildad es la
flor de la cual la muerte del ego es el fruto perfecto. Jesús se humilló a sí
mismo hasta la muerte, y abrió el camino en el cual nosotros debemos
caminar. Como no había manera que Jesús pudiera probar Su entrega
absoluta a Dios, o someterse y alzar nuestra naturaleza humana a la gloria del
Padre, más que a través de la muerte, así es también con nosotros. Es la
humildad, la que lleva al cristiano a morir a sí mismo; de esta manera,
probamos cuán completamente nos hemos entregado a la humildad y a Dios;
solamente así, nos libramos de nuestra naturaleza caída, y encontramos el
camino que lleva a la vida en Dios, a esa plenitud del nacer a la nueva
naturaleza, de la cual la humildad es la respiración y el gozo.
Nosotros hemos hablado de lo que nuestro Señor Jesús hizo por sus
discípulos cuando Jesús Cristo les comunicó su vida de resurrección, cuando
descendió el Espíritu Santo; Jesús, la humildad glorificada y entronada, en
verdad vino Él mismo desde el cielo para vivir en nosotros. Jesús ganó el
poder de hacer esto, a través de su muerte: En su misma naturaleza, la vida
que Jesús impartió, fue una vida que vino de la muerte, una vida que se
entregó a la muerte, y que fue ganada a través de la muerte.
Jesús, quien vino a vivir en los discípulos, fue él mismo Jesús que murió y
que ahora vive para siempre; La vida de Jesús, Su persona, Su presencia,
llevan la marca de la muerte, de ser una vida engendrada de la muerte. Esa
vida en sus discípulos, por siempre lleva las marcas de la muerte de Cristo
también; es solo como el Espíritu de la muerte, del Dios Único que murió,
que vive y trabaja en el alma, que el poder de Su vida puede ser conocido. La
primera y la principal de las marcas del morir de nuestro Señor Jesús Cristo,
de las marcas de muerte que muestran al cristiano que sigue verdaderamente
a Jesús, es la humildad. Por estas dos razones: Solo la humildad nos lleva a la
muerte perfecta; Solo la muerte perfecciona a la humildad. La muerte y la
humildad son en su misma naturaleza una: la humildad es el brote; en la
muerte, el fruto se madura a la perfección.
La Humildad nos lleva a la muerte perfecta. —La humildad significa el
entregarse uno mismo, tomando el lugar que nos corresponde, de ser
perfectamente nada ante Dios. Jesús se humilló, haciéndose obediente hasta
la muerte. En la muerte, Él dio la más alta, la más perfecta prueba de haber
dado Su voluntad a la voluntad del Padre. En la muerte, Jesús renunció a su
ego con la natural reluctancia a beber la copa; Él renunció a la vida que tenía
en unión con nuestra naturaleza humana; Jesús murió a sí mismo, y al pecado
que lo tentó; así es que como hombre, Jesús entro en la vida perfecta con
Dios. Si no fuese por su humildad sin límites, contándose Él mismo como
nada, sino un siervo obediente para hacer y sufrir la voluntad del Dios, Jesús
nunca hubiese muerto. Todo esto nos da la respuesta a la pregunta que nos
formulamos con frecuencia, y de la cual el significado raramente se
comprende con claridad: ¿Cómo puedo morir a mí mismo?
La muerte del ego no es tu trabajo, es el trabajo de Dios. En Cristo tú has
muerto al pecado; la vida que está en ti pasó por el proceso de muerte y
resurrección; tú quizás puedas tener la certeza que en verdad has muerto al
pecado. Empero, la verdadera manifestación del poder de esta muerte está en
tu propia disposición y conducta, que depende de la medida en la cual el
Espíritu Santo imparte el poder de la muerte de Cristo. Y es aquí que la
enseñanza es necesaria: Si tú entras en unión con Cristo en Su muerte, y
quieres saber de la liberación plena del ego, se humilde ante Dios. Este es tu
único deber.
Ponte en completo estado de impotencia frente a Dios; consiente de todo
corazón que es un hecho tu impotencia de hacerte morir o vivir; sumérgete en
tu nada, en el espíritu de humildad, paciencia y confianza rendido a Dios.
Acepta cada humillación, mira a cada semejante que te hace sufrir o que te
fastidia, como un medio que la gracia utiliza para hacerte humilde. Usa cada
oportunidad de ser humilde ante tus prójimos, como una ayuda para
permanecer humilde ante Dios. El Señor aceptará tu humildad como una
prueba de que todo tu corazón desea ser humilde, como la mejor oración,
como preparación de Su gran trabajo de gracia; cuando por el poderoso
reforzamiento de Su Espíritu Santo, el Padre revela a Cristo completamente
en ti; para que Jesús, en Su forma de siervo, sea verdaderamente formado en
ti y viva en tu corazón.
Es el camino de la humildad, aquél que nos lleva a la muerte perfecta, la
total y perfecta experiencia de que estamos muertos en Jesús Cristo. Por
consiguiente: Solo esta muerte lleva a la perfecta humildad. ¡Ay! Ten cuidado
del error que muchos cometen, que se sienten obligados a ser humildes, pero
tienen miedo de ser muy humildes. Ellos tienen muchos títulos profesionales
y muchas limitaciones, demasiados razonamientos y muchas preguntas,
acerca de que debe de ser, y hacer la verdadera humildad; por eso, ellos
nunca se rinden sin reservas a la humildad. ¡Ten cuidado de esto! Hazte
humilde hasta la muerte. Es en la muerte del ego que la humildad se
perfecciona. Ten la seguridad de que en la verdadera raíz de toda experiencia
autentica de más gracia, de todo avance en consagración, de todo adelanto
real en conformarse a la semejanza de Jesús, debe de haber una muerte al ego
que se prueba a sí misma, a Dios, y a los hombres en nuestras disposiciones y
hábitos. Tristemente, es posible hablar de muerte y de vida, y de caminar en
el Espíritu, mientras que el más tierno amor no puede más que ver cuánto hay
de ego.
La muerte del ego no tiene más segura marca de muerte que una humildad
que no se hace a si misma de una reputación, que se vacía a sí misma, y toma
la forma de un siervo. Es posible hablar mucho y honestamente de la unión
con el Jesús despreciado y rechazado, y de cargar con el peso de Su cruz,
mientras que al manso y al humilde Cordero de Dios no se le vea, o
escasamente se le busque. El Cordero de Dios significa dos cosas, —
mansedumbre y muerte. Busquemos recibirlo a Él en ambas formas. En Él
son inseparables. Por esto, también debe de ser así en nosotros. Que tarea sin
esperanza si tuviésemos que hacer el trabajo. La naturaleza nunca podrá
superar a la misma naturaleza, ni siquiera con la ayuda de la gracia. El ego
jamás podrá arrojar al ego, ni siquiera en el hombre regenerado. ¡Alabemos a
Dios! El trabajo ya se hizo, ya se terminó, y ya se perfeccionó para siempre.
La muerte de Jesús, es de una vez y para siempre, nuestra muerte al ego. Y la
ascensión de Jesús, Su entrada de una vez y para siempre en el Santísimo, nos
ha dado el Espíritu Santo, para comunicarnos su poder, y hacer
verdaderamente nuestro, el poder de la muerte-vida.
Como el alma en la búsqueda y práctica de la humildad, sigue en los pasos
de Jesús, su consciencia se despierta a la necesidad de algo más, se apresura
su deseo y su esperanza, su fe es reforzada, y aprende a mirar, pedir, y recibir
la verdadera plenitud del Espíritu de Jesús, el cual puede diariamente
mantener Su muerte al ego y al pecado en su poder total, y hacer de la
humildad, el espíritu de nuestra vida que todo lo penetra, (Ver Nota C del
Autor).“¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo
Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?” Así también vosotros
consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, nuestro
Señor. Preséntate ante Dios, como con vida de la muerte. La conciencia
completa del cristiano debe de estar imbuida y caracterizada por el espíritu
que anima la muerte de Cristo. El cristiano tiene que presentarse ante Dios
como uno que ha muerto en Cristo, y en Cristo está vivo desde la muerte,
llevando en su cuerpo la muerte del Señor Jesús. Su vida por siempre lleva la
marca dos veces; Sus raíces sumergidas en verdadera humildad, profundas
dentro de la tumba de Jesús, la muerte del pecado y del ego; su cabeza alzada
en el poder de la resurrección hacia el cielo donde esta Jesús.
Creyente, pide en fe, la muerte y la vida de Jesús como tuyas. Entra en Su
tumba en el descanso del ego y de sus trabajos, el descanso de Dios. Entra en
la tumba con Cristo, quien encomendó Su espíritu en las manos del Padre, se
humilde y desciende cada día, sabiéndote perfectamente impotente, y
dependiendo así totalmente de Dios. El Señor te levantará y te exaltará.
Sumérgete cada mañana en la profunda e insondable nada dentro de la tumba
de Jesús; cada día, la vida de Jesús se manifestara en ti. Deja que una
humildad bien dispuesta, amorosa, sosegada, y feliz, sea la marca que tú en
verdad has demandado como derecho de nacimiento, el bautizo en la muerte
de Jesús Cristo. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a
los santificados.” Las almas que han entrado dentro de Su humillación
encontraron en Jesús, poder para ver y contar al ego muerto; ellos han
aprendido y recibido de Jesús, para caminar con Jesús con toda humildad y
mansedumbre,— soportándose unos a otros en amor. La muerte-vida es vista
desde una mansedumbre y humildad semejante a la de Cristo.
“Y me ha dicho: Bástate mi gracia;
porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me
gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de
Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas,
en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil,
entonces soy fuerte,”
—2 Corintios 12:9-10—
Para que Pablo no se exaltara a sí mismo, debido a la grandeza extrema de
las revelaciones, le fue enviada una espina en la carne para mantenerlo
humilde. El primer deseo de Pablo era que le fuese removida, y él le rogó al
Señor tres veces que se la quitará. La respuesta fue que la prueba era una
bendición; que en la debilidad y la humillación que le traía, la gracia y la
fuerza de Dios pudieran manifestarse mejor. Pablo de una vez, entró en una
nueva etapa en su relación con la prueba: en vez de simplemente aguantarla,
él de lo más contento se glorió en la prueba; en vez de pedir liberación, él se
gozó en la prueba. Pablo aprendió que el lugar de humillación es el lugar de
bendición, de poder, y de alegría.
Cada cristiano, virtualmente, pasa a través de estas dos etapas en su
búsqueda de la humildad. En la primera, él tiene miedo y huye y busca la
liberación de todo aquello que pueda hacerlo humilde. Todavía no ha
aprendido este cristiano el buscar ser humilde a toda costa. Este cristiano ha
aceptado el mandato de ser humilde, y busca obedecer a Dios, aunque sea
solamente para encontrar que ha fallado totalmente; él ora para obtener
humildad, a veces fervientemente, pero en lo secreto de su corazón él ora
más, si no en palabra, si en deseo, de ser apartado de las cosas que en verdad
lo harían humilde. Este cristiano no está todavía muy enamorado de la
humildad como la belleza del Cordero de Dios, y la alegría del cielo, tanto
que él vendería todo para procurarla.
En su búsqueda por la humildad, y su oración por ella, hay todavía una
gran sensación de carga y de atadura. El humillarse a sí mismo, todavía no se
ha convertido, para este cristiano, en la expresión espontanea de su vida, y en
su naturaleza que es esencialmente humilde. La humildad no se ha convertido
todavía en su alegría y único placer. Él todavía no puede decir de buena gana
“me gloriaré más bien en mis debilidades, me gozo en lo que sea, que me
haga realmente humilde.” ¿Pero podemos tener esperanza de alcanzar la
etapa en la cual este será el caso? Sin duda. ¿Y qué será lo que nos traerá ahí?
Eso que trajo a Pablo ahí, —una nueva revelación del Señor Jesús. Nada más
que la presencia de Dios puede revelar y expulsar el ego. Le fue dada al
apóstol Pablo una percepción más clara de la profunda verdad, de que la
presencia de Jesús Cristo desterrará todo deseo, de buscar cualquier otra cosa
dentro de nosotros mismos, sino que nos hará deleitarnos en cada
humillación, dándonos la preparación necesaria para la más completa
manifestación de Dios.
Nuestras humillaciones nos llevan a experimentar la presencia y poder de
Jesús Cristo, si de verdad escogemos a la humildad como la mayor
bienaventuranza. Debemos tratar de aprender las lecciones que la historia de
Pablo nos enseña. Puede que tengamos creyentes que están muy avanzados,
maestros eminentes, personas que han tenido experiencias celestiales;
también hay personas quienes no han aprendido completamente la lección de
humildad perfecta, la lección de gloriarnos con gozo en nuestras debilidades.
Nosotros vemos esto en Pablo. El peligro de exaltarse a sí mismo estaba
siempre cercano. Él no sabía todavía perfectamente que es ser nada; morir
para que Cristo viviera en él; disfrutar de todo lo que lo trajera a la humildad.
Parece ser como si esto fuera la mayor lección que él tuviera que aprender,
lleno de conformidad para con su Señor en ese vaciarse del ego, donde él se
glorió en su debilidad, para que Dios lo fuera todo. La lección más
importante que un creyente debe aprender es humildad. ¡O si en verdad, todo
cristiano que busca avanzar en santidad pudiera recordar bien esto! Puede ser
que haya una consagración intensa, un celo ferviente y una experiencia
celestial, y sin embargo, aún cuando el Señor especialmente interviene, puede
ser que haya inconscientemente, una exaltación de uno mismo con todo.
Aprendamos la lección,—la mayor santidad es la más profunda humildad;
y recordemos que no viene por sí sola, sino solo como un mutuo asunto en el
cual nuestro Señor, quien es fiel, interviene en unión con Su siervo fiel.
Observemos nuestras vidas a la luz de esta experiencia, y observemos si con
gozo real, nos gloriamos en nuestras debilidades, y si disfrutamos, como
Pablo lo hizo, en las enfermedades, en las necesidades, en sufrimientos. Si,
preguntémonos, si hemos aprendido a considerar un reproche, justo o injusto,
un reproche de un amigo o enemigo, de enfermedades, o problemas, o
dificultades, de las cuales otros son portadores; pero por sobre todas las
cosas, esta es una oportunidad para probar como Jesús lo es todo en nosotros,
como nuestro propio placer o nuestro honor son nada, y como la humildad es
en verdad lo que disfrutamos. Es en verdad una bendición, la profunda
felicidad del cielo, ser tan libre del ego que cualquier cosa que se diga de
nosotros o que se nos haga, es desechada y engullida por el pensamiento de
que Jesús lo es todo. Confiemos en Jesús Cristo, quien se hizo cargo de
Pablo, también Él se hará cargo de nosotros.
Pablo necesitó de una disciplina especial, y con ella, de una instrucción
especial, para aprender que era lo más precioso, aún las cosas más indecibles
que Pablo había escuchado en el cielo, —lo que es gloriarse en debilidades y
humildad. Nosotros necesitamos de esta disciplina también. ¡Ay! ¡Tanto en
verdad! Él que cuidó de Pablo cuidara de nosotros también. La escuela en la
cual Jesús enseñó a Pablo es nuestra escuela también. Jesús vela por nosotros,
con celo y amoroso cuidado, “no sea que nos exaltemos a nosotros mismos.”
Cuando estamos aprendiendo en su escuela, Jesús quiere que nosotros
descubramos el mal, y salvarnos. En dificultades, en debilidades y en
problemas, Dios busca hacernos humildes, hasta que aprendamos que Su
gracia lo es todo, y disfrutemos de las cosas que nos conducen a ser humildes
y nos mantienen realmente humildes. El poder de Dios se perfecciona en
nuestra debilidad, la presencia de Jesús nos llena y satisface nuestro vacío, y
se convierte así en el secreto de una humildad que en verdad nunca falla.
La humildad puede decir con Pablo, en plena vista de lo que Dios trabaja
en nosotros y a través de nosotros, “en nada he sido menos que aquellos
grandes apóstoles, aunque nada soy.” Las humillaciones que el apóstol Pablo
sufrió, le llevaron a una verdadera humildad, con su gozo maravilloso, y se
glorió, y disfrutó en todo lo que hace humilde: “Por tanto, de buena gana me
gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de
Cristo; Por lo cual, me gozo en las debilidades.” La persona humilde ha
aprendido el secreto de permanecer en la alegría. Lo más humilde él se siente,
lo más bajo él se sumerge, lo más grande parecen sus humillaciones, aún más,
el poder y la presencia de Cristo son su porción, hasta que en tanto él dice,
“yo soy nada,” la palabra de su Señor Jesús lo conduce a una constante y más
profunda alegría: “Bástate mi gracia.” Siento que debiera una vez más, juntar
todo en dos lecciones: el peligro del orgullo es más grande y está más cerca
de nosotros de lo que pensamos, y la gracia de la humildad también.
El peligro del orgullo es más grande y está más cercano de lo que
pensamos, y esto es especialmente cierto en el momento de nuestras
experiencias más importantes. El predicador de la verdad espiritual, con una
congregación que lo admira, y está al pendiente de las palabras que salen de
sus labios, el orador talentoso en una plataforma de Santidad exponiendo los
secretos de la vida celestial, el cristiano dando testimonio de una bendita
experiencia, el evangelista moviéndose como en triunfo, y dando la bendición
a una multitud que se regocija. Ningún hombre conoce el peligro secreto e
inconsciente al cual se está expuesto. Pablo estaba en peligro sin saberlo: lo
que Jesús Cristo hizo por él está escrito como nuestra admonición, para que
podamos conocer nuestro peligro y saber nuestra única seguridad. Si alguna
vez se ha dicho de un maestro o profesor de santidad, —él está muy lleno de
sí mismo, o él no practica lo que predica, o su bendición no lo ha hecho más
humilde o más amable, —no se diga más. Jesús, en quien confiamos, nos
puede hacer humildes.
Si, la gracia de la humildad es más grande y está más cercana también de
lo que pensamos. La humildad de Jesús es nuestra salvación. Jesús mismo es
nuestra humildad, la cual es Su cuidado, y es Su trabajo. Su gracia es
suficiente para nosotros, para también satisfacer la tentación de ser
orgullosos. Escojamos ser débiles, ser humildes, ser nada. Dejemos que la
humildad sea para nosotros alegría y contento. Gozosamente gloriémonos y
disfrutemos en la debilidad, en todo lo que nos pueda hacer humildes y
mantenernos humildes; el poder de Cristo reposará en nosotros. Cristo se
humilló a sí mismo, y por lo tanto Dios Padre lo exaltó. Jesús Cristo nos hará
humildes, y nos mantendrá humildes; debemos consentir de corazón,
aceptemos con toda confianza y jubilo todo lo que nos hace humildes; el
poder de Cristo reposará en nosotros. Descubramos que la más profunda
humildad es el secreto de la verdadera felicidad, de una alegría que nada
puede destruir.
“El que se humilla, será enaltecido."—Lucas
14:11; 18:14. "Dios da gracia a los humildes. Humillaos delante del Señor, y
él os exaltará."—Santiago 4:6,10. "Humillaos, pues, bajo la poderosa mano
de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo,”
—1 Pedro 5:6—
Apenas ayer, se me hizo esta pregunta: ¿Cómo debo conquistar al orgullo?
La respuesta fue simple: Dos cosas son necesarias, haz lo que Dios dice que
es tu trabajo: se humilde. Confía en Él para hacer lo que Él dice que es Su
trabajo: Él te exaltará. El mandamiento está claro: se humilde. Eso no
significa que es tu trabajo conquistar y arrojar al orgullo de tu naturaleza, y
formar dentro de ti la humildad del santo Jesús. No, este es el trabajo de Dios;
la verdadera esencia de esa exaltación, desde donde Él te levanta dentro de la
imagen real del Hijo amado. Lo que el mandamiento significa es esto: toma
toda oportunidad de ser humilde ante Dios y los hombres. Con la fe de que la
gracia ya está trabajando en ti, en la certeza de obtener más gracia para la
victoria que viene, a la luz de la conciencia que cada vez más Jesús ilumina
sobre el orgullo del corazón y sus trabajos; y muy a pesar de que todo ahí,
pueda ser falta y falla, y que permanece persistentemente, bajo el
mandamiento inmutable: Se humilde. Acepta con gratitud todo lo que Dios
permita dentro de ti o fuera de ti, de amigo o enemigo, en la naturaleza o en
la gracia, para recordarte de tu necesidad de ser humilde, y ayudarte a ello.
Considera que la humildad es en verdad la virtud-madre, tu primer deber ante
Dios, la única salvaguarda de tu alma, y pon en tu corazón la humildad, la
fuente de toda bendición.
La promesa es divina y segura: el que se humilla será exaltado. Haz la única
cosa que Él nos ha pedido: Se humilde. Dios se encargará de hacer la única
cosa que Él ha prometido: Él te dará más gracia; Él te exaltará a su debido
tiempo. Todos los propósitos de Dios con el ser humano, se caracterizan por
dos etapas: Primeramente, hay un tiempo de preparación, cuando el
mandamiento y la promesa, mezclados con la experiencia, esfuerzo, e
impotencia, con fallas, y con éxitos parciales, con la santa expectación de
algo mejor; estos son los instrumentos con los cuales los hombres despiertan,
con ellos se entrenan y se disciplinan para una etapa más elevada. Entonces,
viene una segunda etapa: el tiempo del cumplimiento, cuando la fe ha
heredado la promesa, y disfruta de lo que tanto ha luchado en vano. Esta ley
es así, en cada etapa de la vida cristiana, y en la búsqueda de cualquier virtud
por separado.
Esta ley tiene su fundamento en la verdadera naturaleza de las cosas. En
todo lo que concierne a nuestra redención, Dios debe por necesidad tomar la
iniciativa. Cuando esto se ha hecho así, viene el turno de la persona. En el
esfuerzo después de la obediencia y del logro, la persona debe aprender a
conocer su impotencia, y su desesperación en morir a sí mismo, y así debe la
persona dejarse moldear voluntaria, e inteligentemente, para recibir de Dios,
el final de aquello, que es la culminación de eso que la persona ha aceptado
en el principio en ignorancia. Así es que Dios, quien ha sido el Principio,
antes de que el ser humano en verdad conociera a Dios, o plenamente
entendiera cual era el propósito de Dios, se anhela y es bienvenido como el
Final, como el Todo en Todo. Es así también, en la búsqueda de la humildad.
A cada cristiano el mandamiento le viene del trono de Dios Mismo: Se
humilde. El intento hecho con seriedad, de escuchar y obedecer será
recompensado,—¡Sí, recompensado!—con el doloroso descubrimiento de
dos cosas: primeramente, cuán profundo es el orgullo, que se resiste a darse
cuenta como es uno mismo, y que es reacio a ser considerado nada, de
someterse absolutamente a Dios, quien estaba ahí con nosotros, y que uno
nunca conoció por el orgullo. Finalmente, es la absoluta impotencia que hay
en todos nuestros esfuerzos, y también en todas nuestras oraciones,
pidiéndole ayuda también a Dios para destruir al odioso monstruo del orgullo.
Bienaventurado es el hombre quien ha aprendido a poner su esperanza en
Dios, y ha perseverado en actos de humildad ante Dios y ante los hombres, a
pesar de todo el poder del orgullo dentro de él. Nosotros conocemos la ley de
la naturaleza humana: las acciones producen hábitos, los hábitos alimentan
disposiciones; las disposiciones forman la voluntad, y la voluntad formada
con rectitud, es carácter. No es diferente con el trabajo de la gracia. Como
nuestras acciones persistentemente se repiten, engendran hábitos y
disposiciones, y estas refuerzan la voluntad.
Es Dios nuestro Señor, conjuntamente con Su gran poder y Espíritu, quien
trabaja en la voluntad y en el hacer, trabajando en la humillación del corazón
orgulloso, con la cual, el santo penitente se arroja así mismo ante Dios,
siendo recompensado con la “más grande gracia” de un corazón humilde. El
Espíritu de Jesús ha conquistado al corazón humilde, trayendo la nueva
naturaleza a su madurez; y Él, el Dios Uno, humilde y manso, ahora habita en
este cristiano para siempre. Humíllense a sí mismos, a la vista del Señor y Él
los exaltará. ¿Y en qué consiste la exaltación? La más alta gloria de la
creatura es en ser solo un vaso, para recibir y disfrutar, y manifestar la Gloria
de Dios. Solo puede hacer esto, queriendo ser nada en sí mismo, para que
Dios lo sea todo. El agua siempre llena primero los lugares más bajos. Lo
más bajo, lo más vacío la persona yace ante Dios, con la mayor rapidez y
plenitud será el influjo de la divina gloria. La exaltación de las promesas de
Dios no es, no puede ser, ninguna cosa externa aparte de Dios Mismo: Todo
lo que Dios nos tiene que dar o que puede darnos es solo más de Él mismo,
para tomar una posesión más completa.
La exaltación no se nos da como en el caso de un premio terreno, algo
arbitrario, que no está necesariamente conectado con una conducta que
requiera recompensa; sino la exaltación es, en su misma naturaleza, el efecto
y resultado de ser humildes. La exaltación es el regalo de la humildad divina,
habitando en nosotros, conformándonos a la imagen de Dios, y nos da en
posesión la humildad del Cordero de Dios, tal como Él nos la da a cada uno,
para recibir plenamente a Dios viviendo en nosotros. El que se humilla a sí
mismo será exaltado. De la verdad de estas palabras Jesús mismo es la
prueba; de la certeza de su cumplimiento para nosotros, Él es la garantía.
Llevemos su yugo sobre nosotros y aprendamos de Jesús, porque Él es manso
y humilde de corazón. Si nosotros somos humildes y mansos, y usando
nuestra voluntad nos inclinamos ante Jesús, tal como Él bajo a nuestro nivel,
entonces Jesús también bajará a nuestro nivel otra vez, y nosotros nos
encontraremos en igualdad de yugo con Él.
Al entrar más profundamente en el compañerismo de la humildad de
Jesús, y ya sea, que nos humillemos a nosotros mismos, o que sobrellevemos
la humillación de los hombres, nosotros podemos contar con el Espíritu de Su
exaltación, “el Espíritu Santo de Dios y de Su Gloria” descansará en
nosotros. La presencia y el poder de nuestro Señor Jesús Cristo glorificado
vendrán a aquellos que son de espíritu humilde. Cuando Dios pueda otra vez
tener su legítimo lugar en nosotros, Él nos levantará. Has de Su gloria tu
cuidado, siendo humilde; Dios cuidará de tu gloria, perfeccionando tu
humildad, y soplando en ti la vida eterna, el verdadero Espíritu de Su Hijo. Es
la vida de Dios la que todo lo permea al poseer a la persona, y por ello no
habrá nada tan natural, ni tampoco nada tan dulce, como ser nada, ni siquiera
un pensamiento o deseo del ego, porque todo está ocupado con Dios, quien lo
llena todo. “Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis
debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo.”
Hermano, ¿no tenemos aquí la razón por la que nuestra consagración y
nuestra fe han logrado tan poco en la búsqueda de la santidad? Fue por el ego
y su fuerza, que el trabajo fue hecho en el nombre de la fe; fue por el yo, y su
felicidad, que Dios fue llamado; fue inconscientemente, y aún así, en el yo y
en su santidad, que el alma se regocijaba. Nosotros nunca supimos que la
humildad, absoluta, permanente, humildad como la de Jesús Cristo, y el
anularse a sí mismo, permeando y marcando toda nuestra vida con Dios y con
el hombre, era el elemento más esencial de la vida de santidad que
buscábamos. Es solo en la posesión de Dios, que me pierdo a mí mismo. Así
como es en lo alto y ancho, y en la gloria de la iluminación del sol, que la
poca cosa que es la mota, es vista jugando con sus rayos; aun así, la humildad
es el tomar nuestro lugar en la presencia de Dios para ser nada, pero una
mota, viviendo en la luz del sol de Su amor.
“¡Cuán grande es Dios y cuan pequeño soy yo!
¡Perdido, engullido, en la inmensidad del Amor!
¡Dios solo ahí, no yo!”
Quiera Dios enseñarnos a creer que ser humilde, ser nada en su presencia,
es el logro más grande, y nuestra bendición más plena en la vida cristiana. Él
nos habló a nosotros: "Yo habito en las alturas y la santidad, y con el
quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los
humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados." ¡Sea esta nuestra
porción!
“O ser más vacío, más humilde,
quiere decir, inadvertido, y desconocido,
y para Dios, un vaso más santo
¡Lleno con Cristo, y solo en Cristo!”